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Nostalgia hasta el infinito y más allá: así camufla Disney el relevo generacional en sus películas

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Llevamos tanto tiempo afirmando que Disney es la principal capitalizadora de la nostalgia en la industria del entretenimiento actual, que ya asociamos ese sentimiento con la casa del ratón.

Razones no faltan: solamente en 2019 Disney tiene planeado estrenar hasta cuatro películas en acción real que adaptan clásicos de su factoría animada. Dumbo es un remake de una película de 1941, la historia original de La dama y el vagabundo –que llegará directamente a la plataforma VOD de la compañía– se contó en 1951. Aladdin adapta un film de 1992 y El rey león de 1994, apuntando con estas dos últimas hacia la mercantilización del patrimonio audiovisual de los espectadores que ahora rondan los veintimuchos.

Tal vez no se trata tanto de una característica del panorama actual como de algo muy viejo: la necesidad de volver a la infancia. "Es un sentimiento imbatible", decía el filósofo Diego S. Garrocho, "en parte porque en la vida adulta nos lo han puesto muy difícil, pero también porque aunque nos vaya bien, hemos construido una forma de habitar el presente que es siempre insuficiente".

O tal vez es una estrategia para minimizar daños: el riesgo inherente a producir cualquier producto cultural se reduce si se construye sobre unos valores de rentabilidad ya probada. No te juegas lo mismo cuando estrenas Toy Story  que cuando estrenas Toy Story 4. "Los integrantes de la generación Buzzfeed no son tanto Peter Pan como los niños perdidos", escribía el periodista Juan Sanguino. "Una vez asumido que lo de 'fueron felices y comieron perdices' era publicidad engañosa, ya no buscan creer en aquel eslogan sino volver en calidad de turistas a aquella época en la que se lo creyeron e, indirectamente, permitir que la siguiente generación se exponga a la misma mentira piadosa".

Justamente de generaciones enfrentadas y mentiras piadosas, de romper con el pasado y crear nuevos referentes versan tres de las películas más importantes que el gigante ha estrenado los últimos años: Star Wars: Los últimos Jedi, Vengadores: Endgame y Toy Story 4. La misma empresa que nos vende recuerdos de un pasado mejor también intenta que compremos un futuro esperanzador. Provocan la enfermedad y tienen el antídoto. ¿Quiere Disney sinceramente hacernos mirar hacia el futuro? ¿O quiere que compremos juguetes nuevos?

Los últimos Jedi: que el pasado muera

Star Wars es, por sí sola, una saga que ejemplifica perfectamente la contienda entre pasado y presente que Disney vive en el seno de sus producciones. En 2015 J.J. Abrams consiguió recaudar más de dos mil millones de dólares con El despertar de la Fuerza, imitando el patrón marcado por La guerra de las galaxias en 1977 y cambiando de ropajes al mismo maniquí. Una película hecha a la medida del espectador conservador que quería recuperar el espíritu de la trilogía original, dando por erróneo el de la iniciada en 1999 con La amenaza fantasma.

Pero dos años después, Rian Johnson estrenó Los últimos Jedi con una clara intencionalidad subversiva dentro de los cánones del universo warsie. El aparente villano de la función, Kylo Ren –interpretado por Adam Driver–, repetía un mantra que funcionaba como ibuprofeno contra el dolor nostálgico: "Que el pasado muera", repetía.

En cuatro palabras condensaba Johnson su intención última: se trataba de un episodio dispuesto a construir nuevos referentes. Y si en el personaje de Driver podíamos leer sus intenciones, en el de Mark Hamill quedaban subrayadas. El adiós a Luke Skywalker abría la puerta a una nueva forma de entender el heroísmo en la saga galáctica, menos condicionado por los apellidos nobles.

Para Los últimos Jedi, el futuro de la galaxia ya no descansaba en los hombros de unas pocas personas en las que la fuerza 'era intensa', sino en una nueva generación de oprimidos y olvidados dispuesta a combatir la tiranía, a cambiar su futuro. Una pena que, en lo aparente, Disney haya delegado la responsabilidad del nuevo episodio en quien no se atrevió a innovar: J.J. Abrams dirigirá la nueva entrega, que se llamará El ascenso de Skywalker

Endgame: nuevos héroes y heroínas vendrán

El tráiler definitivo de Vengadores: Endgame no podría haber sido más engañoso y, a la vez, más sincero sin que nos diésemos cuenta. En su avance promocional, Marvel recurría a imágenes en blanco y negro de películas anteriores como Iron Man, Thor y Capitán América: el primer vengador, títulos que sentaron las bases sobre las que se construiría el llamado Marvel Cinematic Universe.

En una pirueta comercial inaudita, las imágenes nos remitían a una época anterior en la que aún no conocíamos todos los avatares por los que estos héroes iban a pasar. Es decir, Disney vendía una nostalgia cada vez más joven y menos lejana en el tiempo: echaba la vista atrás a obras que tenían, como mucho, once años.

Pero resultó ser que aquello tenía mucho sentido. Endgame terminó revelándose como una relectura de muchas de las películas estrenadas hasta la fecha y, lo más difícil, de los héroes que las protagonizaron. Todo con la intención de ofrecer una digna despedida a los que debían abandonar el barco, y un relevo generacional para lo que debían seguir a bordo. Era la desintegración de los Vengadores originales y el punto de partida de nuevos héroes, más jóvenes y menos cansados.

Así, Thor pasaba de ser un musculoso y perfecto Dios del Trueno a una versión superheroica de El Gran Lebowski, Hulk conseguía unificar por fin bestia e intelecto, Capitán América legaba su escudo en alguien más joven y Iron Man... bueno, salvaba el mundo pagando el precio más caro que se podía pagar.

Completados sus arcos dramáticos, ahora se abren nuevas posibilidades para otros héroes y heroínas que aún tienen mucho que decir: Capitana Marvel, Black Panther, Spider-Man...

Toy Story 4: juguetes de tienda de antigüedades

Y llegamos a la última parada de la mano de la saga de películas que ha vertebrado a una de las líneas de producción más importantes de la compañía: el acuerdo y posterior compra de Disney-Pixar, encarnado en Toy Story.

La saga que pusiese en pie John Lasseter estrenó su primer episodio en 1995 y, desde entonces, ha sabido crecer adecuando su narrativa a la edad que tenía el espectador objetivo. Toy Story hizo creer a toda una generación que los juguetes tenían vida propia cuando no se jugaba con ellos, porque la gran mayoría de los espectadores tenían la edad de Andy. Pero resultó ser que el dueño de los juguetes creció, fue adolescente, y luego un adulto que se marchaba a la universidad y dejaba de jugar con juguetes. Por eso el final de Toy Story 3, en el que el joven le legaba sus muñecos a Bonnie, nueva dueña de toda la tropa, resultaba tan contundente: conjugaba pasado, presente y futuro con sorprendente habilidad.

Sin embargo, el tiempo no pasa en vano ya estés hecho de carne y hueso, de plástico o de porcelana. Los juguetes también envejecen, pasan de moda y ahora, el escenario en el que se desarrollan la gran mayoría de sus aventuras es una tienda de antigüedades. Los juguetes con los que creció una generación, son ahora reliquias de una época pasada.

De hecho, parte del valor de lo que propone Toy Story 4 consiste en un salto de fe más o menos afortunado: los dilemas emocionales con los que lidiamos no son, esta vez, humanos sino exclusivamente 'muñequiles'. Esta nueva entrega se centra en el distanciamento del núcleo familiar, la tirantez entre el crecimiento personal y las relaciones de grupo, y el afecto más allá de la red de complicidades marcada por las amistades 'de toda la vida'.

Narra, en definitiva, el abandono de Woody como líder y centro neurálgico del grupo de juguetes protagonistas. Uno que no significa un distanciamiento emocional, pues esta nueva entrega se preocupa por resignificar una de las frases más célebres de Toy Story: ahora "Hasta el infinito y más allá" no significa "cree en ti mismo y tus capacidades" sino "los amigos no se olvidan nunca".

Luke, Tony y Woody: adiós a los hombres que fuimos

Así se completa el ambicioso relevo generacional que Disney ha llevado a cabo delante de nuestros ojos. Sin mucho aspaviento y, sin embargo, vendiendo exactamente las mismas marcas que funcionaban en taquilla hace dos décadas.

En dos años hemos visto marchar a Luke Skywalker y lo que significaba. Hemos enterrado, entre lágrimas y un chasquido, a Iron Man, el héroe con el que empezó un universo de 22 películas superheroicas. Y hemos dicho adiós a Woody, el vaquero con el que creció toda una generación, pero al que siempre guardaremos afecto.

Con todo, en este relevo ha mediado un cambio determinante, por sutil que fuese. Los sucesores designados para configurar nuestra nueva nostalgia no parecen seguir el patrón marcado durante décadas: no serán hombres blancos heterosexuales. 

Luke le ha pasado el testigo a la joven Rey. La voz del viejo Jedi aún suena en el tráiler de la nueva entrega susurrando: "Hemos transmitido todo cuanto sabíamos. Ahora mil generaciones viven en ti". El Capitán América le ha dado su escudo a un joven racializado, nueva esperanza para tiempos aciagos. Iron Man le ha dicho a su hija "Te quiero 3.000", al tiempo que ha delegado el liderazgo en Capitana Marvel y sus saberes a un joven Spider-Man que –por suerte–, está lejos de ser el ricachón machista que él fue.

Y, por último, Woody le ha dado su placa de Sheriff a Jessie, la joven vaquera que deberá ser para Bonnie todo lo que él fue para Andy. Nuevos protagonistas para viejas franquicias. Nuevos nombres para las mismas marcas. Nuevos proveedores de una nostalgia que puede durar hasta el infinito y más allá.


"Nuestras relaciones afectivas están determinadas por el contexto político: no hay ningún amor no contemporáneo"

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Con 10.000 km, su primer largometraje, Carlos Marqués-Marcet se convirtió de la noche a la mañana en una de las miradas jóvenes más importantes del cine español contemporáneo. Estuvo en los Premios del Cine Europeo, ganó dos galardones en el South by Southwest de Austin, arrasó en el Festival de Málaga con cinco premios, incluidos Mejor película, director y actriz y finalmente, remató la jugada con el Goya a Mejor director novel.

Sin embargo, su segunda película, Tierra Firme, pasó prácticamente de puntillas por nuestro cine: ni una sola nominación a los Goya, una a los Feroz -que no ganó-, y de vacío en el Festival de Sevilla donde se estrenó. Podíamos haber estado ante otro ejemplo práctico de talento joven quemado antes de tiempo -¿cuántos realizadores y realizadoras siguen estrenando tras el Goya novel?-. Pero el filme era, en el fondo, una brillante y naturalista aproximación al dilema de ejercer la maternidad sin perder la libertad. Una de las mejores películas españolas de ese año, el mismo que se estrenó Verano 1993.

Por suerte, su talento no se ha quedado en el camino. Ha conseguido estrenar una tercera película y resulta ser su más rotundo y redondo retrato de una generación en tránsito. Los días que vendrán es la historia de Vir y Lluís, pareja desde hace un año, que un buen día descubre que van a dejar de ser dos para ser tres: Vir está embarazada. Y la película es el embarazo. Sin más, pero también sin menos.

La particularidad, en este caso, es que los intérpretes de Vir y Lluís -Maria Rodríguez Soto y David Verdaguer- son pareja fuera de la ficción. Y que el embarazo es real. Marqués-Marcet afirma que sigue sin poder vivir del cine, pero ha conseguido dejar de ser precario gracias a la televisión. Acaba de rodar En el corredor de la muerte, basada en el libro de Nacho Carretero sobre el caso de Pablo Ibar. Pero esperamos que su trabajo en la ficción televisiva no lo aleje del cine español.

En Tierra Firme, su anterior película, la maternidad ya era un tema central. Ahora lo es el proceso del embarazo. ¿Cómo nace Los días que vendrán? ¿Es una extensión natural de aquella?

Durante los ensayos de Tierra Firme, estábamos rodando en Londres y David [Verdaguer, que interpreta a Lluís en la película] hizo un skype con María, que el enseñó un predictor, que estaba embarazada. Entonces le di unos días de vacaciones y antes de que se fuese le dije: "Hostia, molaría muchísimo hacer una película con vosotros durante este proceso". Así que sí, surgió de forma natural porque nos pilló haciendo una película sobre la decisión de tener o no tener hijos y, de repente, pasó esto. Vimos la oportunidad de retratar el tiempo de embarazo.

Al principio Maria [Rodríguez, que interpreta a Vir en Los días que vendrán] tuvo sus reservas, pero con el tiempo vimos que para ella suponía poder trabajar mientras estaba embarazada y empezamos a pensar cómo retratar esa experiencia de intentar entender al otro durante un proceso así.

El embarazo real de Maria, entonces, fue el detonante ,  ¿a partir de ahí nació la historia de Los días que vendrán?

Ese sería el punto de partida. Y a partir de entonces fueron surgiendo las preguntas y la necesidad de saber. No teníamos guion ni nada y fuimos creando a los personajes poco a poco. También dejamos un espacio de improvisación para que David y Maria construyesen los personajes que querían interpretar.

A diferencia de ellos, los dos protagonistas de la película se quedan embarazados casi por accidente y sin conocerse demasiado. Me parecía interesante la idea de tener que conocerse entre ellos y a la vez descubrirse como padre y madre. Así que quedábamos y debatíamos cosas que habían vivido ellos como pareja y jugábamos a imaginar cómo lo vivirían los personajes. Dos semanas antes del parto ya paramos de rodar. Entonces Coral Cruz, Clara Roquet y yo trabajamos ya un guion más sólido y planificamos dos meses más de rodaje. En total han sido dos años de grabar y montar, grabar y montar...

De alguna forma, Los días que vendrán  es una película que va creándose sobre la marcha. ¿Cree que eso influye en el naturalismo que transmite el filme?

Sí, supongo que afecta. Pero daba cierto vértigo también porque habían muchas cosas que no sabíamos cómo iban a ir. Yo viví un nivel de angustia fuerte: es inevitable pensar que no sabes la película que estás haciendo.

Pero a la vez eso te obliga a ponerte al límite. No vale esconderte. Es muy sorprendente y placentero no saber qué va a pasar. Llega un momento en que a mí me aburre montar un rodaje, seguir un story board y que esté todo superplanificado... ¡no me extraña que Hitchcock se aburriese! ¡Sus rodajes estaban ultraplanificados! Hay directores que funcionan así y es estupendo. Pero a mí me gusta no saber lo que va a suceder.

En este caso la improvisación no es tanto que los actores se inventen el texto -que también- como que no sabes a hacia dónde va a ir la escena. No puedes anticipar nada. Si esperabas algo y sucede justo lo contrario, pues te adaptas. Como la escena que miran el predictor y se ríen. Al final parece una chorrada, pero es la búsqueda del accidente. Es crear la circunstancia para que suceda algo que rompa con la idea preconcebida que tú tenías sobre cada escena. Y eso te lleva a lugares interpretativos que sorprenden.

A pesar de esa búsqueda del accidente, se abordan muchos temas que sí parecen meditados. Pienso en el miedo de Lluís a no controlar la situación, que deriva en un paternalismo para con Vir de claros tintes machistas.

Eso surge como una reacción a la película anterior. En Tierra Firme, el personaje de David era completamente hedonista y construido desde el humor y el placer. Pero lo que queríamos en Los días que vendrán era algo muy distinto. Trabajamos esa neurosis, esa necesidad de control que nos llevaba hasta la crítica de la masculinidad vigente. Porque ante la imposibilidad de dominar lo que está pasando en el cuerpo de la mujer embarazada, el hombre siente un miedo que no sabe gestionar.

Y también estaba esa dificultad para dar un paso atrás que tienen muchos hombres. Lo más interesante de todo es ver que actúa desde la buena intención. Esa gente que toma las peores decisiones desde las mejores intenciones, hostia, es un tema súperinteresante, ¿no?

En parte son reflexiones que teníamos entre nosotros, pero también hay una parte de accidente. La subtrama de que los padres de ella no están casados, por ejemplo, la descubrimos sobre la marcha. Y pensamos que le podía añadir un conflicto al personaje de David: él quiere casarse y ella lo considera una tontería.

Hablando de los padres, es muy interesante cómo se plantea la diferencia de generacional. Cómo la pareja protagonista y joven se cree muy progresista, pero descubre que tiene actitudes más bien conservadoras.

Al principio los padres no iban a aparecer, pero descubrimos un VHS que habían grabado, que contenía el nacimiento de Maria [el vídeo real del parto de la actriz se ve en la película]. Y entendimos que había que meter a los padres sí o sí. Osea, que no son actores: los que aparecen en la película son los de Maria y son así de hippies. El debate generacional vino impuesto por las circunstancias: hay conceptos que quieres tratar, pero luego la vida te da bofetadas y tienes que recolocarte.

También se preocupa en la película de retratar las dificultades de esta generación para conciliar. A ella la despiden por estar embarazada. Él acepta un trabajo que detesta por tener un sueldo con el que sostenerse. ¿Quería hablar de una generación condenada a la precariedad?

Me interesaba hablar de la micropolítica en nuestra vida. De cómo nuestras relaciones afectivas están siempre muy determinadas por el contexto social, material y político que vivimos. Tampoco quería hacer un gran drama de la precariedad, porque hay que ser crítico con todo: hay mucha gente que está mucho peor. No es lo mismo vivir de alquiler que vivir en la calle. Pero la precariedad es algo que he vivido en mis propias carnes. Ahora, por primera vez en mi vida, puedo decir que no soy un trabajador precario. Y no ha sido gracias al cine, sino a la televisión.

Pero volviendo a la película, me interesaba ver cómo la estructura social en la que vivimos acaba condicionando cómo sentimos las cosas. Nada es neutro. No hay ningún amor no contemporáneo. ¿Cuántas parejas rompen por el dinero o el trabajo? ¿Cómo de sexy es una persona según se gana la vida? Me interesa mucho la relación entre estas cosas.

Lo del personaje de Maria surgió de una realidad muy jodida: a Maria le cancelaron un papel en una obra de teatro que ya tenía confirmada, por quedarse embarazada. Y lo trasladamos a la ficción para ver qué ocurría. Resulta que ese hecho desencadena una crisis entre los personajes: si a ella no la hubiesen despedido, él no tendría que cambiar de trabajo. Me parece muy importante, como cineasta, reflexionar sobre la sociedad en la que vivimos y pensar las relaciones como una forma de micropolítica.

Hace un tiempo, hablando con Carla Simón sobre Verano 1993, surgió el tema del doblaje y ella contó que prefería subtitularla porque pensaba que se perdía parte de la magia de las actuaciones de las niñas protagonistas. ¿Qué hay del doblaje de Los días que vendrán? ¿Le gusta la idea de tener que doblar una película rodada en catalán?

Estamos acabando el doblaje en castellano. Llevamos un mes con ello. Bueno... es lo que hay. Me parece muy triste pero es lo que hay. Pero ya te digo que no es lo mismo, ¡qué va! Hemos intentado acercarnos al máximo pero no es lo mismo. Ojalá todo el mundo vaya a verla en versión original.

De hecho, en la versión doblada se va a perder el juego entre el catalán y el castellano de algunos personajes. La lengua no es neutra, no es solamente una herramienta de comunicación: tiene una conexión emocional con lo que hacemos, decimos, pensamos... No somos la misma persona en un idioma que en otro. Sé que esto puede sonar esnob, pero bueno: prefiero mil veces ver todo en versión original. Así que, claro, prefiero que mi película se vea en el idioma que la rodé. Pero si hay que doblar, pues se dobla. Estamos acabando el doblaje en castellano. Llevamos un mes con ello. Lo estamos haciendo con los propios actores y lo único que podemos hacer es intentar hacerlo bien. 

'El primer hombre', la obra maldita de Albert Camus vuelve a la vida en forma de cómic

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Lo primero que hizo Albert Camus tras ganar el Premio Nobel de literatura fue comprarse una vieja y pequeña casa en Lourmarin, en la Provenza francesa. Un antiguo criadero de gusanos de seda que se encargó de reformar para convertirlo en un hogar del que afirmaría: "Por fin he encontrado el cementerio donde seré enterrado".

Murió no demasiado lejos de allí. Volvía a París tras pasar la Nochevieja del 59 en esa misma casa. Su familia viajaba en tren mientras él iba como copiloto junto a su editor, Michel Gallimard, al que acompañaban su mujer y su hija. En una carretera recta y larga de Borgoña, Gallimard pisó el acelerador y, a gran velocidad, algo hizo estallar una rueda del vehículo.

El coche se salió de la carretera y dio tres bandazos hasta colisionar con un platanero. Camus falleció en el acto, con el cráneo fracturado y el cuello roto. Gallimard lo haría en un hospital cinco días después. Las familiares del editor sobrevivieron con alguna magulladura.

En el maletero del coche descansaba intacta una maleta de cuero. Dentro, un ejemplar de La gaya ciencia de Nietzsche, dos cuadernos ajados y 144 páginas escritas a mano y agrupadas bajo el título de El primer hombre. Ese era todo el equipaje de Camus, pero ahí estaba su última e inconclusa novela. La que él aseguraba que se trataría de una historia épica con tintes autobiográficos, una suerte de Guerra y paz ambientada en la Argelia ocupada por los franceses. Aquel manuscrito llega ahora convertido en una espectacular novela gráfica, publicada por Alianza Editorial, traducida por Isabel Soto y dibujada por Jacques Ferrandez.

Un milagro hecho novela

El primer hombre sobrevivió al accidente de coche que acabó con la vida de quien lo había escrito de su puño y letra. En el verano de 1961, Francine Camus, mujer del fallecido escritor, inició el arduo trabajo de dar forma al manuscrito, mecanografiando la en ocasiones ilegible letra del escritor, estructurando todos los apuntes y atendiendo a los cambios de nombres de personajes y giros que había planeado.

Pero su círculo de allegados la convencieron para que no lo publicase, pues resultó que ni un Nobel te hacía inmune a las presiones políticas. La novela narraba la historia de un hombre que intentaba descubrir la vida de su padre, campesino en la Argelia ocupada por los franceses. Pero resultaba que iba a ver la luz justo cuando los argelinos recuperaban su tierra, como escaso tiempo antes lo habían hecho los marroquíes con el Protectorado español, tras una cruentísima guerra contra la colonización del territorio realizada por Francia.

Además, se sabía que en aquella novela Camus había vertido parte de sus memorias. Y el escritor de obras como El extranjero y El mito de Sísifo se había ganado la antipatía de determinados sectores de la alta alcurnia europea, llegándose a especular sobre si el accidente de coche que acabó con su vida no había sido tan accidental.

Según unas notas del escritor checo Jan Zabrana -cuyos diarios se encuentran en nuestro país publicados por Melusina editorial-, este tenía conocimiento por un contacto de la inteligencia soviética de que Albert Camus había sido asesinado en una operación especial del mismísimo KGB. Entre las razones que podrían haber motivado lo que no deja de ser pura especulación se encontraría su pública condena a la invasión soviética de Hungría o su apoyo a Boris Pasternak para el Nobel.

La suya era una voz inquieta e incómoda. Y eso hizo que la novela tardase 34 años en ver, finalmente, la luz. Catherine Camus, hija de Francine y Albert, consiguió reconducir el proceso de mecanografiado y superar las trabas editoriales de quien no quería hablar de la guerra de la Independencia de Argelia y consigue publicar el libro de su padre en 1994.

Así que, como sostiene la doctora en literatura francesa Alice Kaplan en el prefacio de la novela gráfica que ahora llega a nuestras librerías, "la existencia de El primer hombre es un milagro: un milagro nacido de una terrible tragedia".

Una novela convertida en cómic

El dibujante y escritor Jacques Ferrandez no tenía, en absoluto, una tarea fácil por delante cuando decidió convertir El primer hombre en una novela gráfica. El material original -publicado en España por Tusquets- del que partía ya era polémico y estaba inconcluso.

Más aún teniendo en cuenta que el estilo literario de Camus no es fácil: el monólogo interior y las digresiones filosóficas, así como las narrativas en su ensayos, son parte de su espíritu. Es realmente complicado convertir la 'acción', los hechos que cabe imaginar entre viñeta y viñeta, para construir una sucesión lógica y atractiva. Y en esta novela, además, parecía haber querido ir más lejos que nunca con una escritura casi automática que combinaba frases inacabadas con otras que se alargaban durante páginas y páginas sin dar respiro al lector.

Sin embargo, Ferrandez ya se había probado con la prosa de Camus en El extranjero, una novela gráfica aquí publicada por Norma Editorial. Entonces lo hizo con un estilo pausado y evocador que solía invadir las páginas, eliminando en ocasiones la frontera de la viñeta en pos del paisaje, y convirtiendo al silencio en un personaje más.

Con El primer hombre, sin embargo, alcanza una nueva cota de excelencia en su concepción arquitectónica de la imagen, que juega a superponer constantemente los paisajes interiores y exteriores de los personajes.

Ferrandez, nacido también en la Argelia ocupada, parece saber distinguir perfectamente cuánto de personal y de ficción habita en la novela maldita de Albert Camus. Comprende el tempo y estructura con pericia el texto. Y, además, sabe inferir el alcance de un tono en absoluto nostálgico, crítico con el pensamiento reaccionario que abundaba en el pasado colonial.

Todo sin olvidar una habilidad portentosa para captar el detalle mágico en contextos crudos y sobrios. Lo hace mediante la superposición de escenarios y personajes de distintas épocas en una sola ilustración, mezclando pasado y presente como un estímulo constante.  

El resultado es un cómic bello y en apariencia sencillo que consigue reivindicar la figura de Camus sin rendirle pleitesía. Que hace grande una de las novela más olvidadas del Premio Nobel. Y que, en el fondo, tiene mucho de un manuscrito en el que Camus vertió parte de su historia personal: una búsqueda constante de "razones para envecejer y morir sin rebeldía", como reza la frase que sobrevuela el mar dibujado en la última viñeta de El primer hombre.

Los dilemas de la juventud europea a través de siete películas del Atlàntida Film Fest

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El Atlàntida Film Fest -AFF en adelante- nació hace 9 años como el primer festival de cine online de nuestro país. Pero con el devenir del tiempo se ha convertido en una herramienta cada vez más precisa para tomarle el pulso a los cambios del audiovisual moderno.

En lo evidente, porque el festival nació para revalorizar la ventana de Internet como fuente de prestigio en la distribución de cine, en un tiempo en el que aún no se hablaba de plataformas VOD o de las batallas del streaming. Y no les ha ido mal, pues el éxito del AFF es también el de una forma de consumir cultura audiovisual hoy consolidada. En 2011 fueron 2.400 personas las que se atrevieron a pagar un 'pase' por asistir virtualmente a un festival en el que podían ver 24 películas exclusivas. En 2018 fueron 75.000 los usuarios que se animaron a hacerlo, y tenían a su alcance un total de 83 obras. 

Y en lo menos obvio, porque la línea editorial de un festival como este, organizado por Filmin, ha ido perfilándose como cazatalentos de cine europeo que no llega, mal que nos pese, a nuestras salas. Un rescatador de películas que han pasado por festivales tradicionales de prestigio como la Berlinale, Tribeca, San Sebastián o Locarno, al tiempo que plataforma de salto de realizadores y realizadoras aún desconocidos. 

En este sentido, buceamos entre el catálogo de esta edición con más de 100 títulos de producción europea, para fijarnos en los filmes que atañen a los dilemas de la juventud contemporánea. Rescatamos algunos de los títulos que se podrán ver en el portal del festival del 1 de julio al 1 de agosto.

Reconstruyendo Utøya, sobrevivir al trauma en Noruega

En 2011, un supremacista blanco recorrió la isla situada a pocos kilómetros de Oslo, asesinando a sangre fría a 77 personas y dejando más de un centenar de heridos. Reconstruyendo Utøya es la mirada más experimental que se ha realizado de los hechos hasta el momento. ¿Por qué? Porque se desarrolla en un escenario de teatro vacío. Los 'actores' son supervivientes reales de los atentados. Por toda puesta en escena tenemos unas líneas blancas -que recuerdan nada inocentemente a Dogville de Lars Von Trier- pintadas en el suelo. Y el objetivo no es tanto buscar una razón inherente al drama, como intentar sanar unas heridas psicológicas que aún acechan a la juventud noruega.

De un tiempo a esta parte, los sucesos de Utøya han asaltado el audiovisual de distintas formas: el año pasado Paul Greengrass construyó un thriller que derivaba en drama judicial de fuerte carga moral. Un filme que pasó por el festival de Venecia y que finalmente ha llegado a España vía Netflix, pero cuyo visionado se complementa con Utoya. 22 de julio, un brutal retrato del terror dirigido por Erik Poppe que llegará a nuestras salas este mismo mes.

Ojos negros, adolescencia en la España vacía

Última prueba del talento que las realizadoras españolas jóvenes vienen derrochando en nuestro cine desde hace unos años. Alineada en la sensibilidad estética que nos ha ofrecido películas como La amigas de Ágata o Júlia Ist, pero claramente deudora del espíritu rural de Verano 1993, Ojos negros nos lleva hasta un diminuto pueblo de Teruel. Allí Paula, una joven de 14 años, se ve obligada a convivir con una familia con la que apenas tiene relación, hasta que conoce a una chica de su edad llamada Alicia, que la llevará a vivir un verano que cambiará su vida. 

Clásico pero bello coming of age, el filme estuvo en el Festival de Málaga y en el D'A Film Festival de Barcelona, haciéndose con un puñado de buenas críticas gracias a un naturalismo que no riñe con el retrato crudo de las zonas despobladas de nuestro país. Como ocurría con Las amigas de Ágata, se trata de un proyecto audiovisual coral dirigido por cuatro realizadores: Marta Lallana e Ivet Castelo, secundadas por Sandra García e Iván Alarcón. A su labor se suma la banda sonora de Raül Refree, el productor y músico colaborador de artistas como Rosalía o Amaia, cede aquí parte de su talento para aportar un contrapunto creativo marcadamente experimental.

Pájaros sin alas, el pasado industrial de Escocia

Galardonada en la pasada edición del festival Tribeca, uno de los más importantes del cine documental contemporáneo, Pájaros sin alas es un relato arraigado en el drama social de la escuela de Ken Loach. Su influencia, especialmente la de películas como Kes o Family Life, funciona como referente narrativo y asidero emocional de un documental que, por momentos, golpea suficientemente fuerte como para que el espectador desee que se trate de una ficción.

Gemma es una joven adolescente que empieza a lidiar con obligaciones que cree que puede manejar, como la maternidad o la profesionalización en un ambiente fuertemente dependiente de la siderurgia. Pero que, debido a su carácter libre e independiente, pronto empieza a entender que no encaja en su entorno. Potente debut de las realizadoras Ellen Fiske y Ellinor Hallin que, si bien no innova en el formato que propone, sí sabe conducir magníficamente su discurso.

Mating, el amor en tiempos de Tinder en Suecia

Y como no todo van a ser dramas, Mating  propone un experimento tan actual como la virtualización de las relaciones afectiva, desde la sana curiosidad y el respeto desenfadado. Una mirada alejada de la tecnofobia de gran parte del documental sobre la temática romántica en la era digital.

Lina Mannheimer concibió Mating sin tener claro qué iba a resultar de su premisa. Más que una película, lo suyo era un experimento sociológico: dos adolescentes de Estocolmo respondieron a un anuncio en el que la directora buscaba jóvenes dispuestos a encontrar pareja virtualmente. Edvin y Naomi, de catorce años, aseguraron que estaban dispuestos a conocerse. A partir de entonces, la cámara recoge cómo se desarrolla su relación, jugando siempre entre los límites de la realidad y la ficción, pero aportando una mirada lúcida sobre cómo se comprende y vehicula el afecto en Internet. Entendiendo las redes sociales como una herramienta no solamente narrativa, sino también formal.

When the Trees Fall, una pesadilla pastoral en Ucrania

La película más inclasificable de cuantas componen esta lista, debut en la dirección de la cineasta, guionista y novelista ucraniana Marysia Nikitiuk. When the Trees Fall narra la historia de amor de Larysa y Scar: una joven inquieta de una familia tradicional de la Ucrania soviética y un delincuente perseguido. Cuando los padres de ella sepan del romance, censurarán completamente la relación y todo derivará en una pesadilla a medio camino entre el thriller rural y el realismo mágico.

El romance, no obstante, se nos presenta mediado por los ojos de una niña de cinco años llamada Vitka. Una mirada inocente que, junto al espectador, verá cómo a su alrededor todo parece tornarse caos y confusión entre discusiones sobre ancestrales tradiciones y violencias estructurales. Una película estimulante tanto por su puesta en escena hipnótica como por su inteligente mirada al pasado de una Europa incapaz de olvidar.

Ojalá te mueras :-), tempestuosos amores húngaros

Sobre el papel, Ojalá te mueras :-) es la historia de una joven de 16 años llamada Eszter, en pleno descontrol de sus hormonas. Está enamorada de su profesor de inglés, mayor que ella, al tiempo que mantiene una extraña relación con un compañero de clase llamado Peter. Cuando inicie una relación virtual con el profesor, a su alrededor todo se le escapará de las manos.

El realizador Mihály Schwechtje ya apuntaba hacia algunas de las inquietudes estéticas y temáticas en su carrera como cortometrajista. Pero todas ellas han encontrado en su primer largometraje, Ojalá te mueras :-), su perfecto contenedor. Más allá de su sinopsis, lo realmente interesante de la mirada de Schwechtje es su desprejuiciada forma de mezclar géneros y formatos narrativos, que tan pronto recurren a la comedia negra como al thriller más sofisticado. Un juguete narrativo de medido guion dispuesto más a sorprender que a llegar a construir metáfora alguna sobre la juventud.

Alice T., el embarazo no deseado en la Rumanía de hoy

No parece casualidad que una de las primeras y más destacadas representantes de la ola del llamado 'nuevo cine rumano' compartiese motivo dramático con Alice T.  Hace más de una década, Cristian Mungiu arrasó en todos los premios habidos y por haber con 4 meses, 3 semanas, 2 días: un sobrio drama sobre el aborto durante los últimos días de la dictadura de Ceaușescu. Con ella se abrió una feliz etapa en la que los festivales de cine europeos recibían por fin a realizadores y realizadoras como Cristi Puiu, Corneliu Porumboiu o Adina Pintilie.

Pues bien, ahora es Radu Muntean, el director de la sorprendente Martes, después de navidad, quién mira hacia el tema del embarazo no deseado y el aborto. Pero no lo hace ambientando el drama en los últimos días del comunismo rumano, sino en la actualidad. Y plantea así un interesantísimo diálogo con la película de Mungiu, como reflejo de una sociedad que en lo aparente ya no tiene nada que ver con la del 89, pero en la que los tabúes y los silencios siguen siendo exactamente los mismos.

Inspirar, crear y compartir: tres palabras clave para entender el testamento fílmico de Agnès Varda

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Agnès Varda fue la tercera de cinco hermanos. Ni la más pequeña, ni la mayor. Simplemente Agnès. Más tarde sería también 'la de en medio' de otra familia muy distinta. Una formada por Truffaut, Godard, Rohmer, Resnais y Demy. Esa que la historia del cine convendría en llamar la Nouvelle Vague.

Fue la olvidada de su núcleo familiar, y eso le dio la libertad de crecer según sus propias normas. También fue la olvidada de uno de los movimientos más relevantes de la historia del cine, por ser mujer y pareja de Jacques Demy -'la mujer de'-. Pero el tiempo la ha situado donde siempre tuvo que estar: como una de las directoras de cine más importantes de la historia, y la más grande del cine francés contemporáneo.

Ahora llega a nuestros cines Varda por Agnès, su última película. Falleció en marzo de 2019, a los 90 años. Su deceso ha convertido un documental sobre su carrera en un inesperado testamento fílmico. Un recorrido emocionante e inteligente por seis décadas dedicadas al séptimo arte.

Inspirar: convertir tu vida en cine

Sentada sobre las tablas de un teatro abarrotado, la realizadora contaba en su última y ahora póstuma película cómo concebía el cine: "Quiero deciros qué es lo que me ha llevado a dedicarme a este oficio durante todos estos años. Hay tres palabras que son muy importantes para mí: la inspiración, la creación y compartir".

Con estos tres conceptos, Varda describía las razones últimas que han motivado su carrera, y que también forman el esqueleto del documental con el que se despide. "La inspiración es por qué haces una película", explicaba. "Qué motivos, qué ideas, qué circunstancias, qué casualidades encienden ese deseo que hace que te pongas a hacer una película".

Varda nació en Ixelles, Bruselas, el 30 de mayo de 1928. Hasta los 18 se llamó Arlette. Se cambió el nombre tras dos años estudiando Bellas Artes en l’École du Louvre y viviendo en París. Como Agnès se matriculó en la prestigiosa escuela de fotografía de Vaugirard, donde conoció al que sería su futuro marido, el también realizador Jacques Demy, y a su amigo íntimo Jean Vilar, actor y director de teatro.

Vilar le conseguiría su primer trabajo como fotógrafa en la Théâtre National Populaire, gracias al cual consiguió el dinero para rodar su primera película, La pointe courte (1955). En este, Philippe Noiret y Silvia Monfort interpretan a una hastiada pareja que intenta verbalizar sus sentimientos y explicarse por qué deben romper. Ella quiere algo más en su vida, él es feliz con lo que tiene. Ambos personajes eran, en realidad, dos caras de su creadora. La inspiración, en este caso, no fue más que la situación vital que vivía Varda, que se debatía entre despedir a una joven de Bruselas llamada Arlette y ansiaba convertirse en Agnès, una realizadora de prestigio.

Alain Resnais montó La pionte courte gracias a una cooperativa de voluntarios que se estaba gestando en París, semilla de ese grupo de cineastas que revolucionaría el cine del siglo XX. Pero el estreno de la película fue, como muchas de las primeras cintas de esta generación, un fracaso comercial. Y eso le impidió volver a rodar hasta 1962, cuando estrenó Cleo de 5 a 7, una absoluta obra maestra y una de las más importantes de la Nouvelle Vague.

Pero realmente, este filme nació por casualidad. A principios de los sesenta, el productor Georges de Beauregard andaba a la caza de talentos. Al final de la escapada (1960) había sido un éxito rotundo así que le preguntó a su director, Jean-Luc Godard, si conocía a alguien que pudiese hacer películas como aquella, sorprendentes y rompedoras, pero baratas. Godard le presentó a Jacques Demy, y Beauregard produjo Lola (1961). Y sediento de seguir en auge, el productor le repitió la pregunta a Demy. Entonces éste contestó: "No conozco a más hombres capaces de hacerlo pero conozco a una mujer: se llama Agnès Varda".

Crear: a la caza de la 'cinescritura'

Gracias a aquello, Varda pudo estrenar su primer gran éxito y sobre este film sostendría una carrera brillante. Una de esas "casualidades que encienden el deseo" de las que hablaba Varda, y que guiaría siempre su forma de entender la inspiración. Pero no solo de ésta vive su obra. Hay una segunda palabra clave para Varda: 'creación'.

"La creación consiste en saber qué medios usas. Qué estructura vas a utilizar. ¿Vas a hacer la película solo o acompañado? ¿La vas a rodar en color o sin color? La creación es el trabajo en sí mismo", afirmaba la realizadora.

Los convulsos sesenta llevaron a Varda a compaginar su carrera en la ficción, con una comprometida faceta de documentalista que la llevó a participar en el filme Loin du Vietnam (1967) y a viajar a California para rodar Black Panthers (1968), sobre las protestas antirracistas motivadas por el arresto del activista Huey Newton. Y de allí viajaría a Cuba para rodar un experimento realizado mediante fotografías en Salut les Cubains (1971). Una especie de La Jetée (1962) de Chris Marker sobre la cultura cubana en tiempos en los que Fidel Castro era aún primer ministro.

Porque para Varda, el fondo era tan importante como la forma: no hay ninguna película suya que no se plantee una forma no convencional de narrar o narrarse. La suya es también una carrera de constante exploración formal, que empuja el lenguaje cinematográfico a sitios insospechados.

De la concepción y manejo del tiempo en el montaje de Cleo de 5 a 7, pasando por el ensayo cinematográfico -que no documental-, que supuso Mur murs (1981), o el bagaje semántico de sus imágenes en películas como Ulysse (1983) o Une minute pour une image (1983), el cine de Agnès Varda es fecundo en hallazgos.

Para ella la dirección de una película no se ajustaba a la definición canónica. Un director de cine no 'dirigía': según ella, cinescribía. "La cinescritura es el conjunto de decisiones que toma un realizador, desde el montaje hasta el tono o el estilo de la narración: todo son cinescritos", aseguraba en el documental Varda por Agnès.

Compartir: el cine como acto social

"Y la tercera palabra que ha marcado mi cine es 'compartir'. No haces películas para verlas sola en casa. Haces películas para mostrarlas", afirmaba la realizadora en Varda por Agnès. "Debes saber por qué haces este trabajo. No es la necesidad de crear imágenes: es la de compartirlas".

Con 88 años, Varda conoció al artista francés JR, que le propuso una aventura: recorrer Francia en una furgoneta en busca de imágenes que pudiesen imprimir a tamaño gigante para crear obras de arte urbano de las que todo el mundo pudiera disfrutar. De la experiencia nació Caras y lugares (2017), un maravilloso documental nominado al Óscar -el mismo año que Varda recogía su Óscar honorífico-, que reflexiona sobre el poder de la imagen y su carácter movilizador en el espacio público.

Como el arte de JR, el cine de Varda ha estado íntimamente vinculado con la sociedad que la rodeaba, ya fuese a través del documental o de una ficción que hablase sobre los problemas e inquietudes de distintas generaciones. Pero siempre con una voluntad transformadora. Entendiendo el cine como un arte conversacional, que se nutre del entorno a la vez que aporta valores al mismo.

Con Los espigadores y la espigadora (2000), Varda rescató del anonimato a personas que vivían en la calle, que rebuscaban en la basura y recolectaban alimentos u objetos desechados por la sociedad. Su mirada cambió la vida de todas las personas que participaron en su documental y dos años después volvió a grabar a todos los responsables de las historias que había contado, para ver cómo había cambiado su vida.

En Quelques veuves de Noirmoutier (2005), la realizadora viajaba a una pequeña isla francesa para conversar con mujeres viudas sobre el proceso de duelo y de reconstrucción de vida tras la muerte de un ser amado. Su película fue una especie de terapia de grupo gracias a la cual ella misma pudo también superar por fin el fallecimiento de Jacques Demy.

Fue una cineasta generosa que quiso compartir historias de opresión y denunciar injusticias. Que convirtió su rabia contra el sistema en películas como Sin techo ni ley (1985), o su experiencia feminista en filmes como Una canta, la otra no (1977) o Réponse de femmes: Notre corps, notre sexe (1975).

Que nunca perdió el sentido del humor, como bien se podía comprobar en Cara y lugares, y que nunca hizo una película para sí misma. Creó una obra inmensa que no hablaba de ella, sino de nosotros. Del ser humano a través de su mirada. Y vistos a través de sus ojos, parece que nos invitaba a repensarnos para poder seguir conviviendo, conversando, filmando.

No es tan feo todo lo que reluce bajo el sol de Benidorm: razones para dejar de despreciarlo

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Tras una breve pero intensa carrera de banquero en la Caja de Ahorros del Sureste, que más tarde sería la CAM -Caja de Ahorros del Mediterráneo-, Pedro Zaragoza decidió dedicarse a la política y unió fuerzas con la Falange para proclamarse alcalde de Benidorm, una ciudad de tradición pesquera que antes de los cincuenta tenía poco o nada que ver con el turismo. Algo que estaba a punto de cambiar debido a las horas bajas de la pesca de atún mediante almadraba.

El alcalde franquista tuvo a bien revolucionar la ciudad mediante un plan de reordenación urbana que abriese sus puertas a hoteleros y sus playas a turistas. Un plan que le llevó a autorizar el uso del bikini en el término municipal que gobernaba. Osadía que enfureció sobremanera al obispo Marcelino Olaechea, que pidió la excomunión de Zaragoza y la prohibición de la prenda en las playas alicantinas, católicas y temerosas de Dios.

En 1953, Pedro Zaragoza cogió su Vespa y recorrió los casi 500 kilómetros que separaban su oficina del Palacio del Pardo con una doble misión: evitar la excomunión y convencer a Franco -y lo más difícil, a Carmen Polo- de que el bikini, lejos de ser pecado, será una pieza clave de un nuevo modelo turístico que se convendrá en llamar 'de sol y playa'. Dos palabras que marcarán profundamente el desarrollo de la ciudad y el devenir del turismo español.

Hoy día la ciudad, con menos de 70.000 habitantes censados, llega a 500.000 los meses de verano. Muchos de ellos extranjeros que han asimilado que 'sol y playa' es la definición perfecta de España, su refugio vacacional. Algo que ha acarreado no pocas críticas al modelo turístico de Benidorm y le ha ganado la antipatía de muchos sectores. Ahora, la Editorial Barrett aprovecha la llegada del buen tiempo para publicar Ensayo y error Benidorm, un libro que mezcla poesía, ensayo y ficción para reivindicar una ciudad que solo entiende de extremos.

Su tan criticado urbanismo

En 2014 se cumplían sesenta años del plan de ordenación urbanística que implantó Zaragoza y que trastocó para siempre la imagen del litoral alicantino de cara al mundo. También la percepción de los españoles, que empezaron a ver a la localidad como una ciudad 'fea' por desentonar con el entorno.

Aquel plan imaginaba una ciudad vertical, que la ha llevado a ser la segunda ciudad del mundo con más rascacielos por habitante por detrás de Nueva York y la tercera ciudad europea en concentración de este tipo de edificaciones, por detrás de Londres y Milán. Un atentado al buen gusto para muchos.

Sin embargo, para los arquitectos Carlos Ferrater y Xavier Martí, "visto en la actualidad en comparación con los diferentes asentamientos turísticos de la costa española, cabe preguntarse si el modelo Benidorm no ha resultado ser uno de los más sostenibles del litoral español". Ambos firman uno de los textos que forman parte de Ensayo y error Benidorm, en el que defienden como positivo uno de los aspectos más polémicos de la ciudad. Ferrater ha sido Premio Nacional de Arquitectura por su trayectoria y Martí por su proyecto del Paseo de la Playa de Poniente de Benidorm.

"Frente a la destrucción sistemática del litoral con urbanizaciones invasivas, con inmensas ciudades fantasma, con el consiguiente esfuerzo para mantener infraestructuras, viarios, servicios y seguridad", Benidorm se ha revelado como una auténtica alternativa. ¿Razones? "El poquísimo territorio consumido [...] y respetar la topografía original en pendiente, manteniendo el curso natural del agua de lluvia".

Benidorm ocupa, realmente, unas pocas hectáreas en comparación con municipios con mayor superficie como Benissa, Finestrat, La Pobla de Farnals o Benicàssim. Municipios que habían vivido un urbanismo salvaje, según el último informe de Greenpeace sobre la destrucción de las costas españolas. A esto se suma "una bajísima utilización del transporte privado", pues casi todos los vecinos y turistas de la población acuden a la playa andando.

Cultura además de sol y playa

"Solo desde una cultura que ha convertido la exclusividad o la diferenciación personal en lemas consensuales, se puede entender el desprecio hacia Benidorm en términos culturales", asegura en este libro colectivo el urbanista Iago Carro.

A simple vista, o simple prejuicio, la imagen que se forma en la cabeza de muchas personas cuando se le menciona Benidorm es la de miles de cuerpos tostados al sol o hacinados en bares donde el rojo del alcohol se disimula gracias al de las constantes insolaciones. Pero Benidorm no es solamente sol y playa: es uno de los contenedores culturales más diversos y heterogéneos del mediterráneo.

En esta localidad habitan calles y pubs cientos de músicos que crean y sostienen un tejido propio en el que se puede escuchar desde el blues de orillas del Mississippi a la electrónica David Guetta o Steve Aoki. El lugar en el que se dieron a conocer Julio Iglesias o Manolo Escobar, hoy es sede del Low Festival. Un día en sus calles se vive el St. Patrick's Day y al siguiente el British Fancy Dress Party. Hasta cuenta allí, y con arraigo, el mítico Funtastic Dracula Carnival Festival, icono del Punk y el Garage a nivel nacional.

Pero tampoco es esto lo que define a la ciudad. Según Caro, es su capacidad para democratizar distintos proyectos culturales, haciéndolos accesibles allí donde la gente los pueda disfrutar."Si es posible imaginar un 'sol y playa socialdemócrata' habrá muchas otras formas de situar la cultura allí dónde está la gente y no al revés".

Y pone como ejemplo la llamada Biblioplaya de Levante, un proyecto lanzado en el año 2000 que aún sigue en activo y con éxito. "Comparada con los grandes contenedores culturales presupuestados en millones de euros, a los que hay que ir explícitamente para disfrutar de la cultura, una simple biblioteca en la playa refleja perfectamente la escala conceptual y presupuestaria de las intervenciones efectivas a nivel social".

Fuente de inspiración

En la foto de la portada del libro, una señora alza los brazos como si de una figura crística se tratase. Intenta recibir en toda su esplendor los rayos de sol sobre su ya bastante bronceada piel. La estampa describe lo particular y a su vez fantástico de Benidorm, una ciudad en la que uan belleza no heteronormativa forma parte natural de un paisaje en el que todo tipo de físicos, con sus flacideces, vejezes y rojeces, caben sin ningún tipo de mirada juiciosa.

Es obra del artista y fotógrafo británico Martin Parr, presidente de Magnum Photos del 2013 al 2017, a quien le dedica un artículo en Ensayo y error Benidorm, la periodista Ana Fernández. Alguien que "ha retratado la sociedad de consumo", como nadie y que encontró en la ciudad alicantina una inspiración perfecta. "En el Benidorm de Martin Parr siempre luce el sol, es de día y la gente pasa calor". En su obra conviven "colores intensos, elementos desenfocados y estética kitsch".

Como a Parr, muchos son los artistas que se han inspirado en esta ciudad de contrastes. Allí ambientó Bigas Luna su Huevos de Oro, la historia de un especulador canalla y muy español al que daba vida Javier Bardem. De allí partía también Bikini, el multipremiado filme de Óscar Bernàcer que narraba precisamente la anécdota del alcalde con la que hemos iniciado este texto.

Allí ha ambientado también su última película Ion de Sosa: Sueñan los androides. El realizador vasco explica en el libro que nos ocupa por qué su película de ciencia ficción debía rodarse en esta ciudad. "Ambientar la Tierra del 2052 en Benidorm no es una decisión gratuita. La ciudad alicantina es el ejemplo absoluto del modelo de crecimiento que España ha desarrollado en la segunda mitad del siglo XX. [...] Enclave diseñado a finales de los cincuenta para vender una imagen idílica de España como sociedad de servicios, como lugar de ocio y diversión". El lugar perfecto para una distopía castiza. Un Hong Kong de rebajas, Las Vegas en miniatura, con poca elegancia pero mucha clase -obrera-.

Benidorm somos nosotros

Si se mira con frialdad, Benidorm es una ciudad que compite a un nivel turístico con ciudades como Madrid o Barcelona, pero con muchos menos recursos. En los meses de julio y agosto multiplica por siete su población, pero no contamina igual otras -la OMS incluyó a Benidorm en 2014 como una de las nueve ciudades españolas donde se respira un aire más puro-, y no gasta más recursos naturales -se consume la misma agua que en 1975, habiendo aumentado su población severamente... signifique lo que signifique este dato-.

"Entiendo que su modelo no es muy sofisticado", escribe el fotógrafo Roberto Alcaraz en uno de los textos más brillantes del libro, "sol, buenas playas, precios difíciles de batir, mucha vida nocturna y algún festival de música...". Y con eso y con todo, sesenta años después de aquel viaje en Vespa en el que un alcalde franquista convenció a un dictador de legalizar el bikini -con la consecuente lectura de género que se puede extraer de tal hecho-, la ciudad sigue colgando el cartel de 'completo' en la fecha señalada. Algo habrá en esta falta de sofisticación que atraiga a personas de toda condición y nacionalidad.

"La ciudad está hecha por las personas y quizá somos así de simples", cuenta el fotógrafo profesional cuya filosofía plasma en su trabajo. "En cualquier caso, Benidorm no es culpable de lo que nosotros hagamos allí, es simplemente un escenario hecho a medida para complacer los anhelos de millones de personas", reflexiona Alcaraz. 

"A pesar de ser un espacio sin identidad propia, una tierra de nadie, es también de y para todos. Un espacio en el que no se nos juzga, no se nos conoce, en el que podemos descubrir que, al final, no somos tan distintos de la mayoría y a la vez sentirnos especiales".

Guía para no perderse lo imprescindible del Mad Cool 2019, te guste la música que te guste

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El verano es también sinónimo de festivales. Ya estés en Barcelona, Bilbao o Lisboa, no falta el correspondiente cartel con nombres apelotonados que intentan satisfacer a todo tipo de público, desde el que solo escucha el top 5 de los éxitos del momento hasta el que se bucea en las listas musicales más remotas. Pero ¿qué artista ver?, ¿son compatibles los horarios?, ¿a qué escenario hay que prestar más atención?

Esta semana es el turno del Mad Cool, que desde este miércoles y hasta el sábado abre sus puertas con actuaciones que van desde Rosalía a Metronomy, de Bon Iver a Vampire Weekend o de The Smashing Pumkins a The Cure. El festival tratará de evitar en esta cuarta edición los problemas de años anteriores, entre otros el caos en los accesos al recinto en el IFEMA, donde está prevista una asistencia de alrededor de 145.000 personas (25.000 personas, el primer día, y 40.000 personas cada uno de los demás días de celebración). 

Para asegurarnos que lo que no falle sea la planificación de nuestra agenda musical, destacamos algunos de los muchos grupos que pasarán por el festival más grande de la capital.  La etiqueta de los géneros musicales en ocasiones suele ser difusa, pero en este caso puede servir de ayuda para hacernos a la idea de lo que se puede esperar. Esta es nuestra selección, aunque si tienes otras preferencias no dudes en compartirlas con el resto de lectores en el apartado de comentarios. Que comience la música.

 

Rosalía

Miércoles a las 21:10. Escenario Mad Cool

En realidad Rosalía es pop, rock, trap, flamenco e incluso rumba catalana. De lo único que no se puede dudar es de que la artista marca tendencia más allá de los estilos que represente, que suelen ser múltiples y variados. Sería imposible hacer una lista sin recomendar ver a quien revolucionó la música con El mal querer, un disco que no pasó inadvertido ni para adeptos ni para detractores de la cantante nacida en San Esteban de Sasroviras. Ya sea para ponerse emotivo con Bagdad o para perrear Con altura, seguro que su espectáculo no deja indiferente.

Lykke Li

Miércoles a las 22:15. Escenario Madrid te abraza

La cantante sueca alcanzó la popularidad con su álbum I Never Learn (2014), que contenía la canción I Follow Rivers que llegó a aparecer en películas como La vida de Adèle y tuvo un remix que a día de hoy todavía sigue sonando en las discotecas. Su último álbum, en cambio, abraza la vertiente urbana y trapera en la que deja patente su admiración por artistas como Lauryn Hill o Drake.

Puede que haya dejado un poco de lado la vertiente suave y atmosférica, tan presente en sus anteriores lanzamientos, pero su concierto probablemente contente a ambos tipos de espectadores: los que esperan marcha y los desean admirar con calma a una de las mejores voces del panorama actual.

 

The Cure

Sábado a las 23:10. Escenario Mad Cool

Poco se puede añadir a la biografía de una banda cuyo nombre está escrito con mayúsculas en la historia de la música. Es cierto que queda muy lejos aquellos años de Boys Don't Cry con el que Robert Smith transitó por el rock gótico hasta convertirlo en un himno generacional. Por el camino se han perdido miembros y han aparecido discos fallidos, pero la trayectoria del grupo es tan grande y amplia que sería difícil no ofrecer una función a la altura. Y si no, al menos podremos cantar Just Like Heaven o Friday I’m in love sin ningún tipo de reparo.

The Smashing Pumpkins

Viernes a las 23:35. Escenario Madrid te abraza

Otro clásico. La historia de The Smashing Pumpkins es la de las continuas idas y venidas de la formación. No han sido unos años fáciles para su líder, Billy Corgan, pero finalmente ha conseguido iniciar una nueva gira con el 75% del grupo original a excepción de la enigmática exbajista D'arcy Wretzky. Tras numerosas luchas internas y álbumes algo cuestionables, como Oceanía o Monuments To An Elegy, es de celebrar que tres cuartas partes vuelvan a los escenarios.

Iggy Pop 

Jueves a las 21:35. Escenario Comunidad de Madrid

Iggy Pop es el fiel reflejo del cliché de "los viejos rockeros nunca mueren". Sus 72 años no son un impedimento para revolucionar al público de forma tan enérgica como ya hacía en la era de Lust For Life. A juzgar por previos conciertos a este, donde el artista lo dejó todo sobre el escenario, parece que acudir a ver al de Michigan es una las paradas obligatorias del festival. Ya sea para coreando The Passenger o saltando al ritmo de Sixteen, el éxtasis musical tiene pinta de estar asegurado. Casi tanto como las gargantas afónicas del día siguiente.

 

Bonobo

Sábado a las 23:30. Escenario The Loop

Simon Green es a estas alturas uno de los mayores representantes del downtempo, un subgénero de la música electrónica caracterizado por un sonido relajado que transita entre el jazz, el house y el soul. La virtud de Bonobo es meter todo esto en una coctelera y juntarlo con elementos de música étnica, como puede ser la asiática en uno de sus mejores discos: Black Sands. Pero no solo de relax se nutre el grupo. También tiene la virtud de invitar al baile a través de mixes como Ibrik, que aparece en el álbum Fabric presents sacado por la mítica discoteca de electrónica londinense.

Disclosure

Jueves a la 1:25. Escenario The Loop

En 2019 no sería osado afirmar que Disclosure se han ganado el estatus de sucesores de The Chemical Brothers -con quien, por cierto, comparten cartel-. Ambos son dúos electrónicos británicos con un directo potentísimo exportable a cualquier ambiente y cualquier festival.

Estos, sin embargo, son gemelos de verdad, tan solo cuentan con dos álbumes de estudio y se asientan más en el garage que en la electrónica dance. Pero llevan vendido más de 8,1 millones de copias Settle y Caracal, se sienten cómodos en el número uno de las listas de DJs más escuchados del Reino Unido, y siguen ofreciendo directo impecable.

Metronomy

Miércoles a las 19:00. Escenario Mad Cool

Hace ya casi diez años desde que viese la luz The English Riviera -el disco con el que revolucionaron el electropop británico- y, sin embargo, siguen sonando como si el tiempo no hubiese pasado por ellos. Es lo que ocurre cuando haces un álbum inspirado en los sonidos new wave de los setenta, mezclando con las nuevas sensibilidades pop de hoy: que surge algo atemporal pero único.

El año pasado triunfaron en el FIB, dónde ya se pudieron escuchar temas nuevos como Lately. Este año esperan conquistar de nuevo al público español en una actuación en la que, esperemos, toquen también su último single, Salted Caramel Ice Cream, pero no olviden ofrecer algo de su Night Out, una obra maestra de la electrónica contemporánea.

Lauryn Hill

Jueves a las 20:55. Escenario Madrid te abraza

Muy, muy pocas artistas pueden sostener una carrera como rapera, cantante, actriz y productora discográfica habiendo publicado tan solo un único álbum en solitario. Pero es que como Lauryn Hill no hay nadie. Tras ser miembro de The Fugees, saltó a la fama internacional de forma absolutamente arrolladora con su debut en solitario: The Miseducation of Lauryn Hill. Un disco que el año pasado cumplía veinte años y que sigue sonando actual y rompedor.

Tenía poco más de veinte años, vendió 19 millones de copias del disco y ganó cinco Grammys, así que -como suele ocurrir-, la industria quiso domesticarla. Pero pasó que se rebeló cuando se quedó embarazada y sus managers le recomendaron que abortase si no quería acabar con su carrera. Tuvo a su hijo y tendría cuatro más con Rohan Marley, hijo de Bob Marley. Pero construiría su carrera según sus términos: alejada de los focos, de las cámaras y de las entrevistas.

Kaytranada

Jueves a las 00:00. Escenario The Loop

Nacido en Haití pero criado en Montreal, Louis Kevin Celestin -conocido como Kaytranada-, debutó a lo grande con  99.9%, un trabajo alabado en la crítica especializada por su capacidad para la fusión de ritmos y estilos electrónicos bajo el paraguas del Hip Hop más de barrio.

Ahora está a punto de sacar su nuevo álbum, del que ya hemos podido escuchar Dysfunctional, y suena de lo más estimulante. Bien es cierto que el artista siempre ha sabido dejarse querer por lo comercial, especialmente el disco y el house moderno, pero también que nunca se ha plegado a los designios de las modas, manteniendo siempre viva su raíz rapera.

 

Nao

Jueves a las 18:25. Escenario Madrid te abraza

Una de las jóvenes promesas del R&B y el nuevo soul  británico. Sus dos álbumes - Satunr y For All We Know-, se los ha autoeditado ella, que ha fundado su propio sello independiente llamado Little Tokyo. Dos trabajos sólidos que abrazan desde el soul al funk pasando por el garage o el dancehall, que han afianzado a una estrella en ciernes que se cuenta entre las voces más aplaudidas de la escena joven del R&B. Temas como Another Lifetime y colaboraciones como Complicated, con el DJ británico Mura Masa, la han situado en varias ocasiones entre los números uno de las emisoras del país.

La mala educación llega tarde al Mad Cool de la mano de Lauryn Hill

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Tanto se ha hablado de los caóticos directos de Lauryn Hill que, ante uno de ellos, el espectador no sabe muy bien qué esperar. Puede ocurrir cualquier cosa. Hill se ha ganado a pulso la fama de no entender de horarios: aparece en el escenario cuando quiere y se marcha de la misma forma. Sus conciertos pueden durar treinta minutos, una hora o, directamente, puede no haber concierto. Nadie controla lo que hace ni cómo lo hace.

A uno de los últimos que ofreció en Londres llegó tres horas tarde y toda su explicación fue que no sabía cómo vestirse. A otro, en 2009, como pistoletazo de salida de una gira europea, sufrió un retraso de dos horas y luego tocó poco más de media. Culpó al tráfico. La última vez que estuvo en España, en el festival barcelonés Cruïlla de 2015, el retraso se redujo a cuarenta minutos, y luego su directo tuvo numerosos problemas técnicos.

El año pasado, sin ir más lejos, canceló sorpresivamente toda una gira-acontecimiento por la celebración de los veinte años del lanzamiento de su álbum estrella: The Miseducation of Lauryn Hill. Al concierto de anoche en el Mad Cool debía llegar a las nueve menos cinco de la noche y tocar durante hora y media. Y ni lo uno, ni lo otro. 

Lauryn Hill salió al escenario del festival madrileño con una tranquila media hora de retraso en la que una entregada DJ Reborn intentó no impacientar al público. Aunque tarde, la grande del R&B ofreció un espectáculo de 45 minutos, menos de lo que dura su disco, haciendo valer su figura en el Mad Cool.

Un concierto agradecido, complaciente por momentos, y sin embargo uno en el que se pudo ver la artista que es: imparable en su faceta rapera, feroz y dictatorial sobre quienes comparten escenario con ella -estuvo dando órdenes a técnicos y coros todo el concierto-, y absolutamente brillante en lo vocal. Un concierto único en el que el principal inconveniente fue... la propia Lauryn Hill.

El concierto de la reina que nunca reinó

El de Lauryn Hill era uno de los conciertos más esperados de esta edición del Mad Cool, tanto por la legión de fans como por la de detractores. Al fin y al cabo es una de las figuras más relevantes de la música negra contemporánea, y no se prodiga demasiado por estas tierras. De hecho, el próximo 17 de julio está previsto que actúe en el Auditorio de Castrelos de Vigo, en un concierto para el que el consistorio desembolsó más de 300.000 euros, según la Voz de Galicia.

Tenían la esperanza de que fuese su único concierto en territorio español, y que se desplazasen hasta allí fans de la rapera de todo el territorio peninsular. Así que es de suponer que la organización del Mad Cool ha tirado de talonario y le ha robado parte del potencial a los gallegos. ¿Ha valido la pena? La pregunta aún flota en el aire.

El concierto arrancó siguiendo la caligrafía exacta de The Miseducation of Lauryn Hill, con esa intro grabada en una clase de primaria de un barrio obrero de Newark -Nueva Jersey-, en la que el educador Ras Baraka, que acabaría siendo alcalde de la ciudad, reflexionaba sobre la naturaleza del amor y la amistad ante niños de doce años. Y tras ello, el primer gran tema: Lost Ones, en el que se pudo ver la actitud desafiante y el afiladísimo verbo que la han llevado a ser quien es.

Tras aquello se sucedieron temas como Every Ghetto, Every City, Superstar o Everything Is Everything -durante el que Lauryn mandó callar al coro en diversas ocasiones, molesta por cómo sonaba su voz-. Al tiempo que dedicaba encendidos discursos recordando a figuras como Sam Cooke y Marvin Gaye, y hablaba de lo que suponía ser una mujer racializada en la industria musical de finales de los noventa.

Con Ex-Factor llegó uno de los poquísimos momentos en los que la banda que acompañaba a la rapera tuvo oportunidad de lucirse. La cantante dejó que la guitarra y trompeta  protagonizasen sendos solos, tras lo cual volvió a tomar las riendas dejando a la platea muda con su interpretación de To Zion -la canción que compuso para su primer hijo, que supuso un verdadero cisma en su carrera-.

En ese momento, Iggy Pop empezaba su concierto a escasos metros de su escenario, y el público iba migrando. Visiblemente molesta por ver como se desinflaba la audiencia -es lo que tiene empezar con media hora de retraso-, cada vez con más espacio y menos público, encaró el tramo final del breve recital. Llegaron entonces las interpretaciones de Doo-Wop (That Thing), absolutamente brillante y de una vitalidad contagiosa en directo, y una emotiva versión de Killing Me Softly With His Song, de su etapa con The Fugees. Y todo terminó sin más aspavientos: lo bueno si breve...

Luces y sombras de la mala educación

"Gracias a los que habéis estado ahí los últimos veinte años. Y gracias por seguir ahí", dijo sinceramente la rapera para despedirse del escenario. Se dirigía a las pocas personas que se habían mantenido fieles hasta el último minuto de su actuación, mientras al fondo se escuchaba la voz ronca de Iggy Pop.

Pero a su vez, se lo decía a unos fans que, décadas después de un álbum relevante, varios escándalos, una breve estancia en prisión, y más de un desplante en prensa y en actuaciones en directo, seguían ahí: apoyando a la dama del R&B.

El año pasado se celebraba el vigésimo aniversario de The Miseducation of Lauryn Hill, uno de los discos más influyentes de la música negra contemporánea. Un golpe en el tablero musical de finales de los noventa que vendió 20 millones de copias en todo el mundo, con el que Hill consiguió diez nominaciones a los premios Grammy, ganando cinco y convirtiéndose en la primera mujer en conseguir tantos galardones.

La que había sido 'la chica de los Fugees', fue desde entonces Lauryn Hill y solo Lauryn Hill. Una intensa lucha de egos había dinamitado las relaciones entre Wyclef Jean y Pras Michel -el trío original que formaba The Fugees-, a lo que se sumaba una tormentosa relación amorosa entre Hill y Jean que hizo que todo estallase en 1996. 

Ese año, la rapera conocería a Rohan Marley, hijo de Bob Marley, con quien tendría nada menos que cinco hijos. Del primero, Zion David, estaba embarazada mientras grababa The Miseducation of Lauryn Hill, su primer y prácticamente único trabajo importante en solitario. Las discográficas le pidieron que abortase, pues se le auguraba una carrera estelar que un hijo podía enturbiar. Pero ella decidió seguir adelante con el embarazo y dio a luz en 1997, ganándose la antipatía de algunos de los grandes managers del momento. Zion tendría más tarde varios hermanos y hermanas: Selah Louise (1998), Joshua Omaru (2001),  John Nesta (2002) y Sarah (2008).

El éxito de su primer álbum la hicieron rebelarse ante muchas de las hostilidades que forman parte inherente del mundillo musical, llevando la contraria a poderosos estudios, firmando contratos que luego no cumplía y haciendo las cosas según sus reglas y las de nadie más.

Fueron los años en los que empezó a exigir 10.000 dólares por conceder una entrevista contestada por correo, en los que se alejó de todos los focos y durante los que publicó un disco acústico llamado MTV Unplugged No. 2.0, recibido con antipatía por la crítica pero de letras brillantes y ningún artificio -una guitarra por todo acompañamiento-. 

Diez años después del lanzamiento de este segundo álbum, Hill se vería entre rejas por impago de impuestos. Pasaría tres meses en prisión, tres en arresto domiciliario y un año en libertad condicional. Pagó 60.000 dólares de fianza y el millón de dólares que le debía a Hacienda. Y tras aquello, los escándalos mermaron y ella volvió a los escenarios con energías renovadas.

La Lauryn Hill que salió al escenario del Mad Cool anoche seguía llegando tarde, y comportándose de forma despótica sobre el escenario. Pero también se demostraba como una artista impecable en lo musical, con un arrojo y una voz capaces de hacer vibrar a profanos y adeptos. Una cantante única que, veinte años después, seguía siendo la mujer que revolucionó el panorama 'maleducadamente', y que hoy sigue agradecida por quienes aún corean sus versos.


'Coyote Doggirl', un 'western' para fans de 'BoJack Horseman' lleno de humor absurdo y liberador

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Adentrarse en lo desconocido, vagar en soledad, en busca de fortuna o de un destino que cumplir, son temáticas que se encuentran en el mismo germen del western clásico. Pero durante años, estas temáticas estuvieron en consonancia con el discurso de la conquista del Oeste, que no era más que una expansión colonizadora, asociada al punto de vista del hombre blanco y su éxito, ya fuere en la búsqueda del oro o en la aniquilación de indígenas americanos.

El western se entiende, en muchos sentidos, como mito fundacional de la cultura norteamericana: una nación que intentaba explicarse a sí misma creando historias propias. Algo que Lisa Hanawalt sabe perfectamente y que, tal vez por eso mismo, resulta el escenario ideal para un cómic como Coyote Doggirl. Un tebeo que reconfigura el mito del Far West con una protagonista femenina, independiente y vital, que encuentra en los indígenas una ayuda esencial, y que forja su identidad en la superación de un trauma clave.

Tras conocerla como productora de BoJack Horseman, y como creadora de Tuca y Bertie, dos de las series más importantes de la animación norteamericana actual, ahora podemos descubrirla como autora. Coyote Doggirl, publicado por Astiberri, es su primer cómic disponible en España. Y es una aproximación muy especial a su particular universo: feminista, liberador y lleno de humor absurdo. 

La importancia de cambiar el foco

Cuando conocemos a la protagonista de este tebeo, se encuentra huyendo a la desesperada de tres forajidos. Resulta que no solo han puesto precio a su cabeza sino que la persiguen para vengarse por algo que no hizo, por algo de lo que fue víctima. Pero es una cuestión de honor: deben acabar con ella como parte del código elemental del cowboy clásico. Ella, por su parte, intentará sobrevivir como buenamente pueda.

Por el camino vivirá un proceso de cambio interior: una evolución que la llevará a dejar de huir, enfrentarse a sus problemas, aceptar sus errores y sus virtudes. Todo, a través de un pacífico y por momentos hilarante ejercicio narrativo de una belleza plástica singular.

Entre la aventura y la contemplación más hedonista, Lisa Hanawalt propone una historia de persecución y recompensa clásica que va mutando en un drama íntimo en el que la raza y el género resultan ser elementos narrativos clave. Jugando con los arquetipos propios del oeste, pero sin miedo a distanciarse de referente clásicos -como El teniente Blueberry  de Charlier y Giraud-, o más contemporáneos -como el Jonah Hex de Albano y de Zúñiga-. Coyote Doggirl es puro western, pero a la vez ofrece una mirada lúcida y un distanciamiento de las fórmulas tópicas.

"La del Oeste fue, por antonomasia, la gran epopeya blanca del siglo XIX y se hallaba demasiado próxima —cronológica y geográficamente— para que los pioneros del cine americano la dejasen escapar como tema cinematográfico", decía el Román Gubern en su siempre imprescindible Historia del cine.

Como gran epopeya blanca, el western fue siempre un género ligado a la mirada masculina, mayoritariamente asociada a la construcción de un relato nacional que justificase la colonización, por mucho que tuviese fugas creativas -en todos los géneros existen anomalías-. Pero también fue, en cierta medida, una pieza esencial en la construcción de la masculinidad del héroe impávido y de parcas palabras tan arraigado en la ficción norteamericana.

Coyote Doggirl, sin embargo, propone una refrescante y abiertamente feminista descolonización de la mirada. Respetuosa y a su vez original con el canon del Far West. Dispuesta a reescribir el tratamiento clásico del 'enemigo' encarnado en la otredad que representaba el indígena norteamericano -aquí los indígenas vehiculan el proceso de liberación de la protagonista-. 

Tampoco sin ningún tipo de prejuicio a la hora de construir una protagonista femenina que no imita el patrón de comportamiento masculino -como sí que hacen películas tan intocables como Johnny Guitar-, sino puramente vital, creativa, impetuosa y lenguaraz.

La jinete colorada

La protagonista de Coyote Doggirl es exactamente lo que su nombre indica: una joven mitad coyote mitad perro, diseñada a imagen y semejanza de los personajes que conocemos por el universo creativo de BoJack Horseman y Tuca y Bertie. Su personalidad, de hecho, recuerda al entusiasmo desmedido, casi irracional, de personajes tan peculiares como Mr. Peanutbutter, habitual de la serie del caballo atormentado.

Pero ahí no terminan las coincidencias entre este cómic y las series que Lisa Hanawalt ha dirigido y producido en televisión. Como le ocurría a una de las protagonistas de Tuca y Bertie, la historia de Coyote tiene un evento fundacional y traumático. Un recuerdo que si bien no es algo que explique absolutamente todas las asperezas de su personalidad, sí que facilita su comprensión como alguien poliédrico y muy real -a pesar de ser un animal parlanchín-.

En el pasado, intentaron abusar sexualmente de Coyote, y ella reaccionó cuchillo en mano, hiriendo gravemente al abusador. Las personas que la persiguen, de hecho, lo hacen porque las ha contratado el hermano del criminal.

El proceso de redención de la protagonista de este tebeo no pasa solamente por sobrevivir a una amenaza inminente producto de un pasado reciente. También por comprender, aceptar y superar lo que le ocurrió. Algo para lo que necesitará la ayuda de personas que confiarán en ella, le prestarán ayuda, consuelo y, sobre todo, harán que vuelva a creer en ella misma.

A su vez, el drama no es algo omnipresente en las viñetas de Coyote Doggirl. No estamos hablando de un relato de espíritu curativo, como en Cuéntalo de Laurie Halse Anderson y Emily Carroll, ni tampoco un artefacto gráfico incómodo para hablar del abuso como Pantera de Brecht Evens. Más bien al contrario.

Al igual que ocurría en BoJack Horseman, la comedia es aquí una constante que puntualiza el relato como forma de romper burbujas dramáticas. Hanawalt realiza con maestría chistes que se ajustan como un guante a la personalidad de los animales antropomorfos, y no renuncia en ningún momento al surrealismo o al humor absurdo. Maneja el delicado equilibrio de dibujar una sonrisa en el peor momento, en el más incómodo.

Coyote Doggirl demuestra que su autora tiene un universo creativo muy personal. Único se diría. Es un cómic que dialoga con dos series de animación de actualidad, pero lo hace con naturalidad, sin remitir a ellas de forma explícita. Y a su vez es una bellísima historia sobre una mujer en el oeste que intenta enfrentarse a sus demonios. Que busca a quien la pueda acompañar en el proceso. Porque todos necesitamos a alguien que haga que cicatricen las heridas que no se ven.

Nueve películas no hollywoodienses que te dejarán tieso con su final

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Hay algo de mala catarsis en los finales más memorables del cine. En la manipulación de esa complicada alquimia que convierte una escena cualquiera en un recuerdo imborrable en la mente de un espectador, existe un elemento de incomodidad. La sorpresa acontece porque se traicionan unas expectativas. Y es en esa traición donde habita lo intangible, lo que por una razón u otra permanece. 

No deja de resultar curioso, en tiempos en los que el fan se ha convertido en el espectador que censura lo inesperado, que si pensamos en algunos finales memorables de la historia del cine casi todos pueden ser formulados como preguntas iracundas que el espectador le podría hacer a la ficción. "Cómo, ¿que Luke Skywalker era hijo de Darth Vader?", y "¿Charlton Heston nunca dejó la tierra?", "¿Cómo es posible que Edward Norton y Brad Pitt sean la misma persona?", "¿Guy Pearce siempre buscó al asesino incorrecto?", "¿La cabeza de Gwyneth Paltrow cabía en esa caja?".

La naturaleza de todos estos grandes finales es muy distinta. A veces es necesario un giro final que reinterprete todo lo que hemos visto, a veces lo memorable se adquiere precisamente por ser finales brutalmente lógicos - el cine norteamericano ha educado tanto nuestras retinas con finales felices que los que no lo son, de repente, tienen más capacidad para trascender-. Pero El imperio contraataca, El planeta de los simios, El club de la lucha, Memento o Seven tienen en común algo: todas provienen de la misma industria. Y, sin embargo, hay mucho cine ahí fuera y las películas que siguen y sus finales pueden ser igualmente memorables aunque no vengan de Hollywood.

Las diabólicas (Henri-Georges Clouzot, 1955)

¿Por qué? Un absoluto referente del thriller  de ayer y hoy. Un artefacto cinematográfico milimetradamente calculado por Henri-Georges Clouzot, que destila una modernidad incontenible sesenta años después.

¿De qué va? El señor Delasalle dirige su colegio con mano de hierro mientras convive allí con su esposa -Véra Clouzot- y su amante -Simone Signoret-. Pero ambas, cansadas de sufrir su violencia, dicen aliarse para tramar su asesinato. Sin embargo, cuando perpetren el crimen y el cuerpo desaparezca, empezarán a sucederse extraños fenómenos en la institución.

¿Dónde la puedo ver? Se puede ver en Filmin.

El quimérico inquilino (Roman Polanski, 1976)

¿Por qué? Una de las películas más estimulantes del infausto Roman Polanski. Genial thriller psicológico que, en su desarrollo, se descubre como un ejercicio mucho más ambicioso en lo temático y en lo formal, de lo aparente.

¿De qué va? Trelkovsky es un hombre sencillo, agradable y educado en apariencia. Se acaba de mudar a un apartamento parisino cuya anterior inquilina se tiró por el balcón, y ahora permanece ingresada en el hospital. Cuando va en su busca, Trelkovsky conoce a una amiga suya con la que entabla una relación. Pero todo parece complicarse por momentos. Todas las pertenencias de la mujer siguen en el piso: objetos y recuerdos que van alimentando una extraña obsesión.

¿Dónde la puedo ver? Se puede adquirir en formato doméstico lanzada por Paramount, aunque las ediciones dejan bastante que desear. 

El odio (Mathieu Kassovitz, 1995)

¿Por qué? Además de ser el amor de Audrey Tautou en Amelie, Mathieu Kassovitz cuenta con una extensa -y bastante desconocida- carrera como realizador. El odio es su obra cumbre, y una de las películas de culto más inflamables de los noventa. Un retrato descarnado de muchos de los problemas que aún hoy acechan a nuestra sociedad: racismo, machismo, homofobia...

¿De qué va? 24 horas en la vida de tres jóvenes de un suburbio de París: Vinz -Vincent Cassel-, Saïd -Saïd Taghmaoui- y Hubert -Hubert Kounde-. Una paliza propinada por la policía a un joven de 16 años caldea los ánimos en un barrio obrero, que inicia una revuelta contra las fuerzas del orden. Entre el barullo, un policía pierde un arma que va a parar a manos de Vinz, que sale con sus colegas con ganas de todo menos de pasar una pacífica velada.

¿Dónde la puedo ver? Se puede ver en Filmin.

Perfect Blue (Satoshi Kon, 1997)

¿Por qué? Ser la ópera prima de Satoshi Kon, uno de los realizadores japoneses más influyentes de la animación contemporánea, debería ser razón suficiente. Empezó bajo el amparo creativo del maestro Katsuhiro Otomo. Este, confiando en su talento, le produjo una adaptación de una novela de Yoshikazu Takeuchi, que terminaría siendo Perfect Blue

¿De qué va? Mima es una cantante de J-Pop que intenta abrirse camino en el mundo de la televisión. Pero la presión y el abuso al que es sometida, así como las constantes críticas a su imagen pública por ser una idol  japonesa la sumen en una profunda depresión que la hace replantearse la vida. Entonces su mánager y su fotógrafo aparecen asesinados, y todo se vuelve muy raro a su alrededor. 

¿Dónde la puedo ver? En nuestro país está en formato doméstico, editada por Selecta Visión.

Funny Games (Michael Haneke, 1997)

¿Por qué? Si no hubieses visto nada de Michael Haneke, y no supieses por dónde empezar, Funny Games sería la prueba de fuego. Si superas su inherente maldad y sus nulas concesiones a la templanza de nervios del espectador, puedes seguir con la obra de Haneke.

¿De qué va? Anna, Georg y su hijo pretenden pasar unas apacibles vacaciones en una ostentosa casa a orillas de un lago. Un día, un joven aparece en su puerta para pedirles unos huevos y hacer una tarta. La conversación se alarga y el joven y su hermano terminan en el sofá de su sala de estar. No parecen haber ido hasta allí por unos simples huevos de corral.

¿Dónde la puedo ver? Se puede ver en Filmin.

Oldboy (Park Chan-wook, 2003)

¿Por qué? Obra maestra de Park Chan-wook, no solo significó una revolución estética dentro del thriller moderno, también el desembarco definitivo del cine surcoreano en estas tierras, con permiso de Kim Ki-duk. Se trata de la segunda entrega de la llamada Trilogía de la venganza de su realizador, que completan las no menos excelentes Sympathy for Mr. Vengeance y Sympathy for Lady Vengeance. Ya ven por dónde van los tiros.

¿De qué va? Un hombre de negocios es secuestrado y confinado durante años en una celda en la que solo tiene una televisión como conexión con el mundo exterior. Un buen día es liberado de su cautiverio, ignorando ni por qué lo encerraron ni por qué lo dejan libre. La búsqueda de respuestas le llevará a caer en una espiral de violencia aparentemente sin fin.

¿Dónde la puedo ver? En nuestro país, se puede encontrar en formato doméstico de la mano de Mediatres Estudio.

The Babadook (Jennifer Kent, 2014)

¿Por qué? Perfecta muestra de las capacidades del terror contemporáneo para reflejar algunas de las temáticas más complejas de nuestro tiempo. En este caso, la australiana Jennifer Kent aborda la maternidad como un terrorífico proceso entre el afecto y la educación.

¿De qué va? Amelia -Essie Davis-, aún intenta superar la violenta muerte de su marido mientras lidia con la educación de su hijo Samuel -Noah Wiseman-. El chaval, de seis años, vive obsesionado con un monstruo que le acecha en sueños. Cuando llegue a sus manos un cuento infantil protagonizado por una inquietante criatura llamada Babadook, se convencerá de que la criatura es real. Pero las repercusiones de su imaginación tendrán un alcance inesperado.

¿Dónde la puedo ver? Se puede ver en Netflix.

Diamond Flash (Carlos Vermut, 2014)

¿Por qué? Antes de convertirse en uno de los realizadores más alabados por la crítica en el cine español actual, Carlos Vermut debutó con una inclasificable obra entre el thriller de secuestros y la cara oscura del género superheroico. Después vendrían Magical Girl y Quién te cantará.

¿De qué va? Cinco mujeres muy distintas con algo en común verán como su vida cambia de la noche a la mañana. Violeta intenta encontrar a su hija desaparecida, Elena guarda un oscuro secreto, Lola quiere reconciliarse con su pasado, Juana necesita compartir su vida con alguien que la acepte como es, y Enriqueta solo quiere reir para combatir sus miserias diarias. Todas han conocido en algún momento a un enmascarado llamado Diamond Flash.

¿Dónde la puedo ver? Cameo lanzó una versión en formato doméstico, y se puede ver en Filmin.

Crudo (Julia Ducournau, 2016)

¿Por qué? Julia Ducournau se tuvo que enfrentar a la polémica generada por su película debido a sus pases en el festival de Toronto, que provocaron desmayos entre el público. Detrás de la polvareda mediática y la supuesta brutalidad de sus imágenes, sin embargo, se escondía una genial parábola de una generación en busca de su identidad.

¿De qué va? Justine es una joven estudiante de veterinaria sobrepasada por los estímulos de su recientemente descubierta independencia. Entre las novatadas, la presión por mantener su brillante currículum y la influencia de sus compañeras, se verá impelida a experimentar con sus límites. Tras haber crecido como vegetariana, el hecho de probar carne cruda por primera vez alterará de forma intensa su raciocinio. Y todo a su alrededor cobrará otro cariz, uno más sangriento.

¿Dónde la puedo ver? En nuestro país se puede encontrar en formato doméstico, bajo licencia de Universal.

Liam Neeson: "La venganza no funciona, el 'ojo por ojo' puede destruir una sociedad entera"

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Son tantos que se diría que hay una norma no escrita que obliga a los actores de Hollywood a interpretar héroes de acción envejecidos si quieren evitar la jubilación. Todos tienen alrededor de sesenta años, sus personajes se cabrean con facilidad y se toman la justicia por su mano.

Pensemos, por ejemplo, en Denzel Washington y las dos entregas de The Equalizer. Mel Gibson en Blood Father, Pierce Brosnan en El extranjero, Bruce Willis en El justiciero, Antonio Banderas en Gun Shy o Security. Pensemos Nicolas Cage y ¿los últimos diez años de su carrera? O en la premisa llena de testosterona antijubilación de Los mercenarios

En algún momento nos vendrá a la cabeza Liam Neeson. Es inevitable porque su personaje en Venganza es uno de los más influyentes del cine moderno en cuanto a ese subgénero de hombretones cansados y asesinos despiadados se refiere. Van tres películas de la saga iniciada por Pierre Morel en 2008 y una serie de televisión en la NBC. A esto cabría sumar sus papeles más bien parecidos en películas como Caminando entre las tumbas, Battleship o la delirantemente entretenida Infierno blanco. Y también sus actuaciones en Sin identidad, Non-Stop (Sin escalas), Una noche para sobrevivir o El pasajero, todas dirigidas por el incombustible realizador catalán Jaume Collet-Serra.

Ahora lo recluta Hans Petter Moland para protagonizar Venganza bajo cero. Remake norteamericano de la película noruega del mismo director Uno tras otro (In Order of Disappearance). Una película que no tiene en absoluto nada que ver con la saga que le ha relanzado la carrera al actor irlandés, más allá de eso: la venganza como sujeto último de las películas de acción. Hablamos con el realizador y el actor por el estreno de la película en cines españoles.

La venganza, mejor en la ficción

Venganza bajo cero cuenta la historia de Nels Coxman, un conductor de quitanieves que lleva una vida aparentemente tranquila. Es un miembro respetado de su comunidad. Cuando su hijo es asesinado, toda su vida se va al garete y él decide buscar a los responsables y hacerles pagar. Pero cuando empiece a estirar del hilo se verá envuelto en una guerra por el narcotráfico entre dos bandas, que habían mantenido un pacto de no-agresión durante generaciones.

Liam Neeson vuelve a interpretar así a un padre de familia dolido que decide tomarse la justicia por su propia mano. Como lo hizo con el agente de la CIA jubilado Bryan Mills en la saga Venganza, o con el veterano mercenario Jimmy Conlon en Una noche para sobrevivir, o el expolicía Matt Scudder en Caminando entre las tumbas. "Cuando Peter me dijo que quería trasladar la película a un paisaje americano tuve claro que todo iba a ser distinto", explica Liam Neeson.  

El reconocido actor irlandés, que antes de especializarse en héroes de acción fue Oskar Schindler en La lista de Schindler de Spielberg, protagonizó hace meses una desafortunada polémica promocionando justamente el filme que nos ocupa.

En una entrevista confesó que había deseado "matar" a una persona negra cualquiera tras la violación de una conocida. Se trataba de un episodio de su pasado en el que una mujer le confesó que había sido violada. Él reaccionó buscando al responsable -o a cualquier persona negra- con intención de asesinarle: "Me avergüenza decirlo [...] pero estuve esperando que algún 'maldito negro' saliese de un pub e intentase algo conmigo para, ya sabes... poder matarlo", afirmó entonces. Hoy se niega a hablar del tema. "No tengo nada que decir al respecto", dijo tajante durante la entrevista concedida a eldiario.es y otros medios.

Sin embargo, sí que habló de la venganza, sujeto argumental de muchas de sus últimas películas. "Mira, yo soy hijo de la Irlanda del norte. En mi tierra hubo 30 años de guerra, 15 de los cuales viví en mis propias carnes. Y te puedo decir que tuve colegas y amistades que estuvieron implicados en el negocio de la venganza", explica el actor. Neeson se refiere al conflicto armado que enfrentó a los unionistas y los republicanos irlandeses partidarios de la independencia o la integración de la provincia en la República de Irlanda. Una guerra que dejó más de 3.000 muertos entre 1968 y 1998.

"La venganza es capaz de destruir una sociedad entera", afirma el actor. "Destruye a quien la ejerce, a sus familias, a sus compatriotas. El ojo por ojo, diente por diente... Ese 'tú me has hecho daño yo te lo voy a devolver'... no funciona". 

En esta ocasión, el ánimo sangriento por devolver el golpe no es motivo de una acción espectacular y desenfrenada. Está tratada con humor y tempo tenso, algo que convierte a Venganza bajo cero en una fábula sobre la absurdez de la violencia.

Sangre y risas en la nieve

Venganza sobre hielo no es un remake al uso: es uno realizado por la misma mirada, las mismas manos y el mismo ingenio que creó la obra original. Como si de la Funny Games de Michael Haneke se tratase, Hans Petter Moland ha querido mantener la esencia de In Order of Disappearance, pero alterando el film con actores norteamericanos y una nueva ambientación. 

De los parajes escarpados de la ciudad ficticia de Tyos, en Noruega, nos trasladamos esta vez a Kehoe, en las Montañas Rocosas de Colorado. Stellan Skarsgård pasa a ser Liam Neeson, pero su arco dramático permanece. Unos cambios son necesarios, otros contingentes.

"Rodar esta película otra vez ha sido una experiencia sorprendentemente distinta", confiesa el realizador Hans Petter Moland. "Teníamos que conseguir retener el tono de la película original, pero el proceso de rodaje fue radicalmente distinto. Nuevos actores y productores, nuevas localizaciones...", cuenta.

El trabajo, sin embargo, no le ha resultado desconcertante porque el corazón del film -una inclasificable mezcla de gravedad de thriller denso y ligereza de comedia costumbrista-, permanecía intacta. "Ya había explorado el sujeto de la venganza antes desde un punto de vista humorístico, así que he tenido libertad para jugar y hacer las cosas de un modo distinto", explica el realizador, "supongo que es un cumplido cuando te dicen que la película recuerda a Fargo, pero intenté buscar referentes distintos en esta ocasión. Y el resultado es muy diferente a Fargo y a la anterior película".

Daniel Gamper: "En una sesión de investidura no hay voluntad de llegar a un acuerdo ni de debatir"

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Ante el maremágnum político que significa el Brexit o la victoria de Trump en las pasadas elecciones, el prestigioso Diccionario Oxford no pudo por menos que reconocer que un neologismo como 'posverdad' tenía que ser la palabra del año. En 2017, la RAE afirmaba que el término debía ser añadido al diccionario español y que su definición se referiría a aquella información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público.

Dos años después de haberse convertido en un término comúnmente aceptado, el filósofo Daniel Gamper se pregunta si las palabras no habrán perdido parte de su valor. Si afirmar algo y un minuto después sostener lo contrario, en una esfera pública o un ambiente político, no devalúa lo que se dice. Es más: si tiene sentido debatir cuando no se establece conversación ni intercambio de ideas en la mayoría de contextos en los que debatimos actualmente –como en las redes sociales, sin ir más lejos–.

Gamper es profesor de Filosofía Política en la Universitat Autònoma de Barcelona, donde ha dedicado años a la investigación del universo conceptual de la democracia. Ha publicado Laicidad europea y La fe en la ciudad secular. Ha traducido obras de Nietzsche, Habermas, Scheler, Butler y Croce, entre otros, y escribe periódicamente en Ara y La Vanguardia. También es el último ganador del 47º premio Anagrama de ensayo, uno de los más prestigiosos en lengua castellana, gracias al ensayo Las mejores palabras: de la libre expresión.

Las mejores palabras es un ensayo que aborda múltiples debates de la actualidad. Habla, por ejemplo, de la posverdad y de cómo ha devaluado el valor de la palabra. ¿Qué podemos hacer como individuos para revalorizarlas?

La palabra ha perdido valor si lo miramos desde una perspectiva parcial, desde una mirada que solo está atenta al debate público y político. Y creo que lo que hay que estudiar es a quién beneficia esta supuesta pérdida de valor, pues creo que beneficia a los demagogos profesionales que han colonizado la esfera pública.

Por otra parte, también pienso que la palabra no puede perder valor porque es constitutiva de lo humano: es aquello con lo que nos relacionamos unos con otros, con lo que establecemos vínculos y nos preocupamos por los demás. Yo sostendría que la palabra no puede perder valor. Más aún, es el instrumento con el cual ponemos a prueba los valores que tenemos y sobre los que debatimos en torno a lo que consideramos que está bien y mal.

Usted argumenta que esa concepción de la palabra devaluada podría venir de un exceso de la misma. En este sentido, propone el saber escuchar como un acto de resistencia. ¿Podemos resistir y aprender a escuchar también en contextos digitales?

Es difícil, pero hay ejemplos. Yo solo soy un usuario más o menos activo de Twitter, pero incluso ahí he observado que hay personas que intentan llevar a cabo debates sustantivos. Debates que ponderan razones, que tienen en cuenta cómo se está discutiendo, que intentan mejorar la calidad del debate.

Son solo una minoría, probablemente. Pero sí: cuando hablo de resistencia me refiero a esto, a aquellas personas que están dispuestas a ponderar las razones de los otros, a intentar ofrecer alternativas, a medir las palabras, a saber cuando toca callar. Para mí, esos serían usuarios ejemplares de las redes sociales. En cambio, casi todo el que se ha convertido en prescriptor de cómo usarlas lo hace por interés propio. Y cuando digo en interés propio me refiero a que no están intentando llegar a acuerdos con los demás, sino que simplemente las usan para convencer sin razonar.

El filósofo Byung-Chul Han sostiene que hoy en día debatimos en estos términos porque la sociedad nos impele, digamos, a debatir con prisa y sin tiempo para la reflexión. ¿Cree que esa urgencia ha hecho que el intercambio de ideas se corrompa?

Aquí me parece que tenía razón Robert Kennedy cuando decía que si uno responde deprisa es porque piensa poco en lo que responde. Si esa es una prisa inducida o nos impele a respondernos de una forma distinta... no lo sé... puede ser.

Un mensaje, más que un mensaje es un estímulo. Y si nace como un estímulo primario o primitivo, pues se diría que eso suscita una respuesta también primaria. Por eso yo creo que cuanto más rápido respondas menos habrás reflexionado y más daño puedes hacer. En cambio, cuando reflexionas lo que dices, piensas en las consecuencias de lo que estás diciendo. Yo creo que esa es la función primordial de la palabra, o por lo menos la que quisiera reivindicar. No se trata de buscar la polémica, sino los puntos de entendimiento.

En su repaso por lo que consideramos 'conversar' en contextos digitales, afirma que existe una especie de obligación moral por tener una opinión de todo. ¿Ha sido siempre así o las redes sociales han potenciado la necesidad de posicionarse constantemente?

John Stuart Mill ya decía hace 150 años que la gente no sabría qué hacer sin una opinión. El reconocimiento de los derechos individuales va acompañado del hecho de que todos y todas las opiniones, de una manera u otra, tienen derecho a expresarse.

En nuestra sociedad, cuando se le pregunta a la gente cuál es su opinión sobre cualquier asunto, la gente responde. Si se nos pide votar, por ejemplo, un referéndum de la Constitución Europea, la gente va a votar por dar su opinión. En este caso concreto teníamos que dar nuestra opinión sobre un texto bastante abstruso. Comprender lo que significaba votar una cosa u otra era complicado, pero a todo el mundo se le presupone la capacidad de opinar.

También define en su ensayo figuras como 'el egotista' [alguien que se ha quedado sordo de tanto escucharse a sí mismo]. O 'el polemista' [alguien enamorado de su ingenio que utiliza las palabras solo para afirmarse en contraposición con quien sea]. ¿Cree que esas figuras han pasado a ser cosa de todos? Me refiero, por ejemplo, a que si uno escucha la sesión de investidura puede identificar estas figuras...

Uno no puede esperar mucha empatía en las conversaciones que se tienen en una sesión de investidura. No son ni siquiera conversaciones, sino más bien declaraciones de principios. No hay una voluntad de llegar a un acuerdo ni debatir. ¿Quién está escuchando cada intervención? ¿Los periodistas? ¿Los posibles votantes de unas futuras elecciones? Se trata más bien de enviar a un eslogan, de meter alguna frase que tenga el suficiente poder de penetración para que después pueda ser utilizada como titular o repetida en las redes sociales.

Es posible que sea cosa de todos. Tengo claro es que son un problema cuando ese tipo de actitudes anticomunicativas de la política actual son asumidas como el modo normal de conversar en el ámbito privado. Cuando afecta a las interacciones entre ciudadanos. Me refiero, por ejemplo, a la cuestión catalana. Hay mucha gente que afirma que ya no puede hablar con su familia por estar divididos con sus opiniones sobre el procés. Eso es un claro caso de traslación de un discurso político al ámbito privado, cuya influencia y estado de crispación ha sido asumida en las conversaciones privadas, imposibilitando acuerdos.

Afirma en su libro que el feminismo ha alterado lo que entendemos por público y por privado. Y que la igualdad requiere de la capacidad de manejar un lenguaje que no perpetúe formas de dominación. ¿Cómo se entiende entonces que una institución como la RAE afirme que el lenguaje inclusivo no es ninguna prioridad?

Bueno, en el caso concreto de por qué la RAE se resiste a introducir determinados cambios demandados por la sociedad, a mí me parece que aquí lo que ocurre es un claro caso de las diferentes velocidades de transformación.

Que una institución básicamente tradicionalista, formada sobre todo por hombres mayores de 50, se resista a introducir determinados cambios sociales, no hace más que demostrar la necesidad de esos cambios. Es solo una cuestión tiempo, de que en esta institución acaben entrando los agentes del cambio, que por ahora han quedado excluidos. La resistencia de estas instituciones demuestra que hay un conservadurismo que tiende a banalizar estos cambios como si fueran modas pasajeras o chorradas. Cuando quejarte por determinadas expresiones por las puede ser una manera de transformar a la sociedad hacia una verdadera igualdad entre entre hombres y mujeres.

Los movimientos feministas han suscitando un debate que ya forma parte de la transformación social. Y los que se resisten a esa transformación lo que quieren, sin saberlo y sin decirlo explícitamente, es mantener las relaciones de poder en un punto que les ha sido conveniente. Es decir: mantener el statu quo. 

Hablando de statu quo, este se menciona en el debate sobre libertad de expresión, que hoy viene de la mano de lo que se ha venido a llamar 'corrección política'. Usted sostiene que "los enemigos de la corrección política la presentan como si fuera un macartismo", una nueva caza de brujas. ¿Está amenazada la libertad de expresión, realmente?

Siempre que ha habido movimientos de transformación, ha habido respuestas en contra y exageraciones. Pero yo no me quedaría con aquellos que exageran, sino con los agentes que sostienen que seguir hablando como siempre se ha hablado, no hace más que consolidar determinadas relaciones de dominación.

La corrección política es un invento de la derecha americana para acallar el debate abierto. Para victimizarse y decir 'es que no nos están dejando hablar como siempre hemos querido hablar'.

La supuesta vulneración de la libertad de expresión de un señor como Pérez Reverte, que afirma que ha tenido que escribir una novela sobre perros porque si hubiera puesto a humanos le habrían llamado machista, es absurda. ¿Quién está coartando la libertad de alguien que tiene diversas columnas en periódicos y publica las novelas que le da la gana?

Es decir, aquellos que dicen que los están censurando, en realidad no es que los estén censurado de verdad, sino que hay gente que está en desacuerdo con lo que dicen. Y ahora mismo, pues les cuesta vivir con este desacuerdo.

En este debate también suelen salir los llamados 'límites del humor' y la supuesta censura del humorista. En su ensayo Ofendiditos, Lucía Lijtmaer sostiene que el humor no es un salvoconducto ideológico. ¿Está de acuerdo?

Es cierto que los chistes que yo escuchaba de pequeño, no los escucho hoy. Si acaso en pequeño comité y eso mismo nos dice que hay quien se avergüenza de hacer chistes de gangosos, de mariquitas, de negros y de judíos.

Hoy esos chistes no se hacen. ¿Por qué? ¡Porque tenemos buenos motivos para hacerlo! Del mismo modo que no hacemos chistes sobre las personas que tienen que dormir los cajeros automáticos o sobre los desahucios. Decidimos dejar de hacer bromas sobre determinadas cosas porque creemos, como sociedad democrática, que está bien callar ciertas cosas.

Nadie nunca ha dicho que podamos hablar libremente sin que haya ninguna consecuencia. No es posible porque la palabra tiene sus consecuencias y si resulta que a alguien, por decir algo, se le echan encima, pues tendrá que apechugar. Hay una parte de coraje en hablar de cualquier tema. Quien los quiera hacer que los haga. Pero si resulta que tu chiste cabrea a alguien, acéptalo.

Ha ocurrido alguna vez: un humorista hace un chiste machista, racista u homófobo, se le afea la conducta y, acto seguido, este se defiende aludiendo a la libertad de expresión. Pero mientras, alguien que rapea contra los Borbones puede terminar en el exilio o la cárcel. ¿Qué hay de esta doble vara de medir? ¿Quién está siendo verdaderamente censurado?

Si las redes sociales o la gente le dice a un humorista: "te has pasado", "no tiene gracia", o, "voy a dejar de seguirte", técnicamente eso no es una limitación de su libertad de expresión. Simplemente es un chiste que ha dejado de tener gracia o ha cabreado a determinada audiencia.

Mientras que lo de los Borbones..  esta es una anomalía de España. Aquí la monarquía tiene una tutela específica que a largo plazo provoca el efecto contrario que está persiguiendo. Yo, que no soy aficionado al rap, probablemente nunca hubiese sabido quiénes eran Valtonyc o César Strawberry.

Pero dada la rigidez del poder incluso en democracia, esto atenta contra los principios en los que está basada la libre manifestación de pensamiento. Y además es que desde el punto de vista pragmático, ¡es una decisión estúpida! Persiguiendo esto se consigue una difusión de la ofensa que es justamente lo que se quiere evitar.

Después de lo de Valtonyc recuerdo que cuarenta músicos se unieron para hacer un vídeo mostrando su apoyo al rapero. Y ahí lo tienes: un colectivo artístico que se defiende ante eventuales represiones y por tanto hace de altavoz del conflicto. Cuando tú quieres prohibir una cosa, lo único que consigues es su difusión.

Antes de 'El rey león': cuando Disney experimentaba con la animación digital y fracasaba

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Si la historia del cine es corta, también lo es la de la animación. Los cambios en la técnica y la producción del séptimo arte se han venido sucediendo a ritmo de vértigo desde hace poco más de un siglo de tal forma que un espectador, por joven que fuese, puede apreciar ostensibles cambios en sus formas y costumbres.

Dos años separan el nacimiento del vitáfono de Bell que permitió que se pudiese escuchar la voz de Al Jonson en El cantor de jazz, de los primeros títulos en Technicolor. Y una década hay entre la normalización del acetato de celulosa como sustitutivo del inflamable nitrato de los filmes pretéritos. Es decir que alguien que tuviese veinte años en la primera mitad del siglo pasado había pasado de ver una película en un cine en blanco y negro silente, a una proyección segura con sonido y a todo color en pantalla gigante.

En la animación actual ocurre más de lo mismo: hace no demasiado tiempo una generación de espectadores descubría que los juguetes podían estar vivos gracias a la animación del Pixar pre-Disney en Toy Story. Y ahora, esa misma generación observa cómo la luz y las texturas que rodean a los muñecos son prácticamente indistinguibles de la realidad en la cuarta entrega de la saga. Porque todo ha cambiado mucho y muy rápido.

El remake de El rey león, que lleva amasados más de mil millones de dólares en todo el mundo, revive a Mufasa, Simba y compañía mediante una animación hiperrealista que se encuentra en el último escalón de las capacidades de industria actual. Pero no siempre ha sido así: hubo un tiempo en el que Disney experimentaba con los límites del lenguaje y no mediante la reconstrucción, píxel a píxel, de una película anterior. Tampoco a través de secuelas, spin-offs o reboots. Un tiempo en el que el experimento formal vino de la mano del narrativo con proyectos tan originales... como aparentemente olvidados. 

El nuevo milenio como augurio de extinción

Aunque hace ya casi veinte años que se estrenó la primera película enteramente animada por ordenador de Disney -Dinosaurio-, la casa de Mickey Mouse llevaba otros veinte años más experimentando con la llamada CGI -Computer generated imagery- en sus películas.

En 1985, Michael Eisner, director de operaciones de The Walt Disney Company, estuvo a punto de cerrar la división animada de la compañía debido al fracaso comercial que supuso Taron y el caldero mágico. Pero por suerte pudo ver la luz una película aparentemente menor llamada Basil, el ratón superdetective, un título que, además de ofrecer una relectura brillante del mito de Sherlock Holmes, incluía la primera escena animada mediante ordenador de la historia de Disney. Una en la que veíamos la maquinaria interior del Big Ben computerizada y combinada magistralmente con los personajes realizados mediante animación tradicional.

Pues bien, aquella técnica sería prácticamente la panacea del estudio, pues abriría las puertas a un nuevo modelo de producción que más tarde sería un absoluto éxito con La Sirenita. Título que inauguraría una época de oro para la compañía -el auténtico renacimiento de Disney-, que continuarían La bella y la bestia, El rey león o Pocahontas.

Pasó, no obstante, que Pixar revolucionó la historia de la animación con Toy Story en el 95, y el éxito masivo de la película del estudio del flexo puso los dientes largos a los ejecutivos de Disney. La retina del espectador acostumbra a normalizar rápidamente las innovaciones técnicas, y antes de los dos mil ya demandaba otro tipo de producto realizado mediante CGI. Algo que Disney tardó un tiempo en encajar, inviertiendo cerca de 130 millones de dólares en una adaptación de Tarzán que no fue capaz de vencer en taquilla a Toy Story 2

La medalla de plata era algo que Disney no estaba acostumbrado a tolerar, pero tenía un as en la manga. Desembarcaría en el nuevo milenio con una película absolutamente innovadora para el momento. Hablamos de Dinosaurio, un filme del que curiosamente se dijo lo mismo que se puede leer hoy sobre El rey león : "Puro espectáculo visual", decía Roger Ebert, "visualmente espléndida", apuntaba Anwar Brett.

Y sin embargo, más allá de lo técnico, la película resultaba un vacuo reflejo deformado e hiperrealista de En busca del valle encantado de Don Bluth. Una suerte de aventura por la supervivencia con la lentitud de un documental sobre perezosos y la escasez de ideas de un reality de sobremesa. El resultado, hoy envejecido sobremanera, alejaría a la compañía del podio de lo más taquillero de aquel año, quedándose fuera del top diez que encabezaban El Grinch -de Universal-, Náufrago -de la Fox-, y Misión Imposible 3 -de Paramount-.

Dinosaurio narraba la historia de Aladar, un iguanodonte separado de su manada al nacer y criado por lémures, que luchaba por conducir a su familia hasta un lugar seguro después de que su isla quedase destruida por un meteorito.

Esa, curiosamente, parecía ser la situación de la propia división animada de la compañía: un dinosauro fuera de su época y su entorno. Desubicado y buscando un hogar. El cambio de era estaba ofreciendo avances en varios terrenos, ya fuese por el desembarco del cine nipón de adolescentes con mascotas -las películas de Digimon y Pokémon se estrenaron entre el 1999 y el 2000-, o por el indescifrable y valiente público objetivo del cine que ofrecían otras compañías norteamericanas -Titán A.E. o La ruta hacia El dorado serían buenos ejemplos-. Mientras, Disney invertía millones en recrear perfectamente la piel de un animal de 65 millones de años, caminando lentamente por un desierto en busca de agua.

La siguiente película enteramente digital de Disney sería Chicken Little en 2005. Reformulación simpática de la fábula de Pedro y el lobo en la que un pollito aseguraba que se iba a caer el cielo y nadie le creía. El apocalipsis. Otra metáfora de un estudio que no sabía el lugar que debía ocupar en la industria del entretenimiento.

Los animadores galvanizaban sus dudas en sus obras de forma, se diría, que involuntaria. El miedo a quedar obsoletos o morir en el intento en Dinosaurio, y el de no ser el centro de atención ni dominar el discurso en Chicken Little. Los directores de las dos primeras películas de animación digital de Disney, sin ir más lejos, no han vuelto a dirigir absolutamente nada.

El futuro y el miedo a lo desconocido

Mientras tanteaba dejar atrás la animación tradicional para abrazar la digital, Disney no cesaba de investigar los límites de ambos lenguajes. Su películas fusionaban técnicas y experimentaban procesos de producción de imágenes entre ambos mundos. En el impasse surgieron películas que, en el fondo, establecían un estimulante diálogo entre la animación de ayer y la de hoy.

Tras El emperador y sus locuras, metáfora moralizante sobre la necesaria humildad de alguien postrado en un trono –¿otra metáfora nada sutil de los animadores?–, el estudio puso toda la carne en el asador con Atlantis: El imperio perdido. Filme que había costado 120 millones de dólares y con el que pretendía inaugurar un nuevo universo del que realizar grandes productos derivados. Recaudó 180 y no fue bastante: la compañía anuló las ampliaciones de los parques temáticos que tenían proyectadas atracciones basadas en la película, y frenó en seco la producción de una serie, con cuyos segmentos ya animados hizo una secuela doméstica para salvar los muebles.

Al año siguiente, tropezaría de nuevo e incluso con más fuerza con el estreno de El planeta del tesoro. Una estética similar a la de Atlantis servía para ambientar una adaptación llena de ostentosos efectos digitales de La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson. Solo que en esta los barcos volaban por el espacio, había robots y cyborgs, aliens que hablaban con flatulencias y un diseño de personajes más osado y extraño que las criaturas que pueblan Rick y Morty. A los mandos, John Musker y Ron Clements, responsables del éxito de La Sirenita. Fue la primera película lanzada simultáneamente en IMAX y cines convencionales. Un estreno por todo lo alto.

Pues bien: costó más de 140 millones de dólares pero solo recaudó poco más de 100. En Estados Unidos hizo 38 millones, cifras más bien ínfimas para quien jugaba en casa. Se abortaron los planes de secuela, y Disney tuvo que tragarse el que está considerado uno de los mayores fracasos de la historia de la compañía.

Ambas, a su modo, se ambientan en un no-lugar fantástico de herencia steampunk que mezcla elementos de los siglos XVIII y XX con inventos futuristas. También versan sobre la conquista de lo desconocido –cuando no colonización–, y la búsqueda de un hogar. Y mezclan animación en dos y tres dimensiones, técnicas de composición y puesta en escena realmente osadas, y coquetean con un target adolescente –y masculino–. Ambas fueron un sonado fracaso.

La que estaba destinada a ser una película menor, sin embargo, redimió al estudio en una época oscura. Lilo y Stitch había costado menos de 80 millones de dólares e iba a ser el título 'barato' entre las dos superproducciones. Resultó que arrasó en la taquilla norteamericana con 140 millones de dólares, y consiguió sumar hasta 274 millones en todo el mundo.

¿El secreto? Una historia con un componente emocional claro y eficazmente construido. El argumento: una niña adopta a una criatura extraña con la que aprende a amar y a convivir. El animal –memorable Stitch–, resultaba ser un experimento alienígena buscado por criaturas extraterrestres.

La cosa funcionó y, de hecho, los directores –Dean DeBlois y Chris Sanders– luego copiaron el esqueleto dramático y narrativo en Cómo entrenar a tu dragón, sustituyendo alienígenas por dragones, y construyendo una de las sagas más significativas de la animación contemporánea. Solo que esta vez en Dreamworks.

Todas las películas mencionadas son, a su manera, desviaciones de la fórmula disneyana. Ya fuere por no contar con ninguna 'princesa Disney', o por evitar en ocasiones un diseño de personajes abiertamente infantil. O bien por desasirse de un envoltorio narrativo prototípico en el que sus protagonistas encuentren el amor en otra pareja perfectamente heteronormativa –si acaso Atlantis–, o por construir todas ellas discursos sobre la familia no sanguínea.

Pronto, sin embargo, Disney volvería a sus cauces. Hermano oso triunfaría con una historia sobre el respeto a las tradiciones y los lazos familiares de sangre, algo que también exploraría Descubriendo a los Robinsons. Y más tarde Tiana y el sapo y Enredados reformularían el mito de la princesa siendo ambas en el fondo el mismo mito romántico de siempre. Pero quedará en la memoria que un día existió un desvío. Y la sospecha de que en la senda no asfaltada, en el camino por explorar, a veces se encuentran los hallazgos más relevantes.

'El canto de la selva', la lenta muerte de los pueblos indígenas de Brasil

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Brasil es el país con mayor número de pueblos indígenas aislados del mundo. Según publicaba la ONG Survival International en 2018, existen alrededor de 305 tribus de unas 900.000 personas en todo el país. Son el 0,4% de la población brasileña.

Y si bien el Gobierno ha reconocido varios territorios como propiedad de sus habitantes indígenas, la mayor parte de su reserva territorial -el 98,5%, de hecho- se ubica en la Amazonia, una de las zonas con mayor índice de tala, minería y explotación de recursos naturales del planeta por parte de industrias de todo el mundo.

En 2015, Greenpeace afirmaba que esta no había cesado de aumentar en los últimos años, con casi 800 mil hectáreas de selva destruidas a un ritmo frenético. Si en los 90 la selva absorbía 2.000 millones de toneladas de CO2, hoy... la mitad. Situación que se ha agravado de forma dramática desde que el gobierno de Jair Bolsonaro ha entrado al quite en la cuestión, según informaba el New York Times.

Ante nuestros ojos, no solo desaparece la mayor zona tropical del planeta, también el hogar de muchísimas poblaciones indígenas, como los Krahô. Con El canto de la selva, João Salaviza y Renée Nader Messora nos proponen un viaje a su cultura, sus tradiciones y su forma de entender la vida y la muerte, en la primera película de la historia rodada en su dialecto.

La muerte según los Krahô

Ihjãc, un joven indígena krahô, no consigue conciliar el sueño. Hace semanas que duerme mal, que tiene ataques de taquicardia y sufre sudores nocturnos. Una noche decide adentrarse en la selva siguiendo las indicaciones de un sueño. Así llega a una cascada en la que escucha la voz de su padre, fallecido tiempo atrás, que le dice que no puede abandonar el mundo de los vivos por su culpa. Que si no celebra el ritual de su funeral, su fantasma no podrá descansar tranquilo.

Sin embargo, el joven vive con miedo a realizar este rito porque poco a poco ha ido percatándose de que es capaz de ver espíritus -como el de su progenitor- y escuchar sus voces. Y eso significa que está destinado a convertirse en el chamán de su aldea, un reconocimiento que él rechaza pues se trata de una responsabilidad que le alejaría de la familia que acaba de fundar con su mujer, Kôtô. Así que ha ido postergando su deber haciendo como que no pasaba nada. Hasta que la situación se ha vuelto insostenible. 

En sus primeros compases, El canto de la selva se asemeja al cine Apichatpong Weerasethakul en muchos aspectos. De hecho, João Salaviza y Renée Nader Messora comparten con el afamado director tailandés reconocimiento en Cannes: Apichatpong se hizo con el premio de Un Certain Regard con Blissfully Yours, y la pareja responsable de El canto de la selva ha conseguido el Premio Especial del Jurado en la misma sección. Más tarde, aquel se coronaría con la Palma de Oro gracias a esa obra maestra llamada Tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas, así que tal vez los realizadores brasileños insistan en el mercado Cannoise y repitan la hazaña. Actitud no les falta.

Los realizadores, como el cine de Weerasethakul, atienden al poder de lo ritual y la influencia de las creencias espirituales en el pueblo Krahô. Al tiempo que miden el peso cultural de la tradición oral y la conexión con la naturaleza, para en última instancia remarcar el sentir de esa comunidad con la vida y la muerte.

Si bien el lenguaje visual de El canto de la selva no cuenta con el poder evocador de tailandés, no es por falta de talento ni pericia: simplemente opta por acercarse al formato documental. La cámara se pega a la piel de los habitantes de la aldea, absordiendo sonidos y texturas del lugar, sin atender al exotismo de la selva sino a las particularidades de quienes conviven con ella. Un viaje sensorial a un rincón olvidado del planeta y sus gentes.

Tradiciones ancestrales en el mundo moderno

El canto de la selva es al mismo tiempo una reflexión sobre la muerte como proceso de duelo individual, y sobre la pérdida paulatina de vitalidad de una cultura herida en lo colectivo. Conjuga con maestría lo textual -un joven que debe enterrar a su padre como es debido-, con lo subyacente -un pueblo olvidado que lucha por sobrevivir y por seguir viviendo según sus tradiciones ancestrales-.

Ihjãc tiene que aprender a decir adiós a su padre, pero eso implica acatar las tradiciones más arraigadas de su pueblo y convertirse en chamán. Algo para lo que no está preparado. Por ello huye de su aldea y recorre los kilómetros que lo separan de la ciudad más cercana.

Sin embargo, una vez allí se encuentra absolutamente desamparado. Las autoridades sanitarias no le pueden tratar el insomnio ni los síntomas que sufre, y por toda ayuda le diagnostican hipocondría. Ihjãc no tiene DNI, ni tarjeta sanitaria, ni nadie que comprenda lo que siente y piensa. Está solo, aislado. Como los numerosos pueblos indígenas brasileños que luchan por subsistir en el país.

Salaviza y Messora convierten El canto de la selva en un arma de doble filo discursivo con muchísima pericia. Los habitantes de la ciudad carecen de rostro, se confunden en multitud, unos y otros son intercambiables. Mientras que los indígenas son únicos a su manera: son miradas cansadas, voces calmadas, cuerpos curtidos y espíritus enfrentados a los avatares de su destino.

Esas dos lecturas, la individual y la colectiva, conviven de forma prodigiosa en una narración que parece contarnos el viaje de ida y vuelta a la malllamada 'civilización' de un joven. Pero también explora sin remilgo el despertar de conciencia y el descubrir de las raíces, materiales y simbólicas, de un indígena en un siglo que no le respeta.

Un paseo por la ciencia ficción más estimulante de la actualidad a través de 11 libros

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Si no tuviésemos tiempo para pensarlo. Si tuviesemos que recitar del tirón las obras más influyentes de la ciencia ficción de todos los tiempos, ¿qué títulos nos vendrían a la cabeza? Lo más probable es que aparecieran en nuestra mente La guerra de los mundos de H.G. Wells, Un mundo feliz, de Aldous Huxley, 1984  de George Orwell, Fundación de Isaac Asimov, ¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas? de Philip K. Dick, Fahrenheit 451 de Ray Bradbury...

Si fuésemos más imaginativos o estuviésemos más puestos, tal vez nos vendrían a la cabeza obras de Stanislaw Lem, J. G. Ballard, Arthur C. Clarke o Frank Herbert. Tendríamos que tener ya un conocimiento elevado para llegar a nombres como Ursula K. Le Guin o Joanna Rus, y medalla de oro para quien pensase en Pauline Hopkins, N.K. Jemisin u Octavia E. Butler.

Porque, como cualquier otro género, la historia de la ciencia ficción -género libérrimo por naturaleza-, está plagada no obstante de clásicos indiscutibles escritos por varones blancos heterosexuales y protagonizados por varones blancos heterosexuales. Como si, cuando de imaginar se tratase, solo pudiésemos imaginar historias cortadas por un mismo patrón.

Pero descolonizar la mente, liberarla de prejuicios, abrirse a la empatía y desplazar el centro de lo que conocemos por lo más representativo de un género es también cosa nuestra. Debemos atrevernos a escuchar otras voces, leer otras caligrafías. Por eso, os proponemos un breve paseo por algunas de las voces más estimulantes del género que han aparecido, últimamente, en nuestras estanterías.

El largo viaje a un pequeño planeta iracundo, de Becky Chambers (Insólita Editorial)

Si existe la combinación perfecta de road movie espacial y desarrollo teatral entre pocos personajes y escenarios... esa combinación se llama El largo viaje a un pequeño planeta iracundo. Narra el viaje de Rosemary Harper, una mujer que quiere dejar su pasado atrás y por ello se embarca en la Peregrina, una nave tuneladora que viajará hasta los confines del espacio. Solo que por muy lejos que vaya... sigue siendo ella misma.

Becky Chambers construye con maestría un relato íntimo y fascinante, con espinazo de ciencia ficción pura. Ganadora del premio Hugo, el Arthur C. Clarke y el Bailey’s Women’s Prize for Fiction, en nuestro país no tardará en publicar la secuela de esta novela, lanzada por Insólita Editorial y traducida por Alexander Páez.


Voz, de Christina Dalcher (Roca Editorial)

¿Y si solamente tuvieras derecho a pronunciar 100 palabras al día? Ni una más. Esa es la premisa, sencilla pero genial, de esta distopía de Christina Dalcher, escritora y lingüista que ambienta su ficción en unos Estados Unidos autoritarios peligrosamente semejantes a los de hoy.

"Me encantaría que el lector se lleve algo de lo valioso que es el lenguaje y cómo lo damos por sentado", le contaba la propia Dalcher a Mónica Zas en este periódico. "No hablo solo de la libertad de expresión o el derecho a salir y manifestarse. Me gustaría que los lectores reflexionen sobre cuánto dependemos de nuestra facultad del habla y qué nos pasaría si nos la quitaran".


Binti, de Nnedi Okorafor (Crononauta)

Binti es la primera mujer de los himba a la que se le ha ofrecido una plaza en la mejor universidad de la galaxia. Aprovechar esta oportunidad, sin embargo, significa también alejarse de su familia, de sus raíces y de sus costumbres. También aprender a convivir con gente que no piensa como ella, ni respeta sus tradiciones. Y, por si fuera poco, unos alienígenas le pondrán las cosas complicadas en el proceso de autodescubrimiento y adaptación.

La raza, la familia y la sabiduría popular son temas transversales de esta novela absolutamente cautivadora con la que Nnedi Okorafor ganó el Hugo en 2016 y el Nébula en 2015. Okorafor se ha convertido en los últimos años en uno de los nombres propios de la ciencia ficción africana y ha transitado el ensayo en múltiples ocasiones, así como talleres y charlas como su célebre Ted Talk "Sci-fi stories that imagine a future Africa". En España ya podemos leer más aventuras de Binti gracias a Hogar, su secuela. Ambas publicadas por Crononauta y traducidas por Carla Bataller Estruch. Más allá de esta saga, el mismo sello también ha editado Quién teme a la muerte en castellano, en catalán de la mano de Rayo Verde editorial.


Rosalera, de Tade Thompson (Runas)

Estamos en Nigeria, en el año 2066. Una misteriosa bóveda alienígena ha aparecido en una zona desértica, y a su alrededor se ha construido toda una ciudad -Rosalera-, de gente atraída por los supuestos poderes de sanación de la cúpula. Allí, un hombre llamado Kaaro tendrá que investigar una misteriosa serie de asesinatos.

Tade Thompson es médico y psiquiatra, profesiones que compagina con su carrera en auge como escritor. Su formación contamina de forma genial sus muy psicológicas ficciones como The murders of Molly Southbourne, premiada novela de la que se prepara una adaptación al cine, y que en catalán se puede encontrar gracias a la editorial Mai Més llibres. Rosalera, por su parte, la publica en España Runas -sello de Alianza-, y traduce Raúl García Campos.


Consecuencias naturales, de Elia Barceló (Crononauta)

En un futuro en el que los habitantes de la Tierra han alcanzado la igualdad total entre hombres y mujeres, un teniente de nombre Andrade tendrá contacto con una criatura extraterrestre de una raza de humanoides llamada Xhroll. Y, sintiéndose atraído por esta, querrá tener un contacto sexual con la misma. Esto no solo tendrá una repercusión inesperada, también hará saltar las convenciones de lo que entendemos por género y sexo.

Editada originalmente en los noventa, Crononauta recupera ahora esta obra de Elia Barceló y le añade un epílogo de Teresa López-Pellisa que explica cómo se consagró la voz de la autora alicantina, que actualmente triunfa con novelas como El color del silencio o El eco de la piel.


Marea Tóxica, de Chen Qiufan (Nova)

Mimi vive en la Isla del Silicio, formada por  los residuos de móviles y portátiles de todo el planeta. Allí convergen movimientos políticos y financieros que están cambiando el mundo para bien y para mal. Los ecoterroristas claman contra capitalismo y la cultura de consumo que ha condenado al planeta, y los ricos inversores extranjeros piden más beneficios a menores costes. Su hogar es un polvorín a punto de estallar y ella deberá elegir bando.

El mundo imaginario de Marea Tóxica se parece mucho al mundo real en el que vive su autor. Chen Qiufan nació y creció cerca de Guiyu -China-, donde está instalada la planta de reciclaje de residuos electrónicos más grande del mundo. Esta novela, en parte, es una reinvención de sus recuerdos, mediados por una afilada inspiración arraigada en ciencia ficción moderna. En España lo ha publicado Nova, el sello de fantasía y ciencia ficción de Penguin Random House, y traduce David Tejera Expósito.


La brigada de la luz, de Kameron Hurley (Runas)

Hay numerosos frentes de batalla en la galaxia, y para viajar a ellos los soldados son teletransportados. Dietz ha decidido alistarse en un ejercito corporativo para luchar contra los marcianos, harto de su precariedad y con ánimo de venganza por los miles de humanos asesinados por marcianos. Pero cuando llega al planeta rojo, algo falla: no salta al mismo tiempo que su pelotón y descubre un oscuro secreto detrás de las guerras que asolan a su especie.

Aquí hemos hecho trampa, porque La brigada de la luz no llega a las librerías españolas hasta septiembre. Pero era imprescindible que Kameron Hurley figurara en este paseo por la ciencia ficción actual, porque la autora del esencial ensayo La revolución feminista geek, se cuenta entre las voces más singulares, rompedoras y comprometidas de la literatura de género. Como los mencionados y la novela Las estrellas son legión, publica Runas y traducen Natalia Cervera y Alexander Páez.


Alba, de Octavia E. Butler (Mai Més Llibres)

Lilith recuerda cómo masacraron su pueblo y cómo murieron su marido y su hijo. Sabe que la humanidad está en peligro y que a ella le queda poco tiempo. Y, sin embargo, vive recluida en una habitación sin ventanas en la que pasa largos tiempos sumida en un sueño inducido. No sabe quién la rescató cuando ardió todo lo que amaba, ni quién la mantiene prisionera, ni qué pretenden quienes la retienen.

Esta novela, que llegó por primera vez aquí en el 89 y con el nombre de Amanecer  -hoy es difícil de encontrar-, es una de las más representativas del inmenso talento de Octavia E. Butler. Una de las máximas responsables de lo que hoy conocemos como afrofuturismo y una de las voces que más y mejor trabajaron por la renovación de los códigos del género el pasado siglo. Falleció en 2006, y su obra seguía siendo casi desconocida en nuestro país más allá de unos pocos títulos publicados por Ultramar. Por suerte, Capitán Swing ha lanzado su obra maestra, Parentesco, y la editorial catalana Mai Més llibres ha rescatado la que nos ocupa: Alba, primera novela de la saga Xenogénesis.


Ayantek, de Miriam Jiménez Iriarte (Insólita Editorial)

Kora ha vivido los privilegios de los Bendecidos, pero su falta de talento para la sanación puede confinarla en el barrio de los Durmientes, donde viven las clases más bajas de la sociedad. Allí, personajes oscuros y buscavidas de todo tipo cambiarán su vida. Todos sueñan con una ciudad idílica llamada Ayantek.

Se trata de la primera novela de Miriam Jiménez Iriarte, escritora y miembro de Artemisa, un colectivo literario formado por escritoras valencianas. Curtida el relato, con el que se hizo con el I Premio Ripley de ciencia ficción y terror, ha devenido uno de los talentos en auge más relevantes de nuestro panorama. Ayantek, publicado por Insólita Editorial, es un relato fascinante sobre la lucha de clases y las tradiciones ancestrales.


La esfera luminosa, de Cixin Liu (Nova)

El día en que cumple catorce años, Chen presencia cómo una misteriosa esfera luminosa entra en su casa y calcina a sus padres. Desde ese día, dedica su vida a intentar explicar el extraño fenómeno que le dejó huérfano. Intentando llenar su vacío con respuestas a cada paso menos claras. Su búsqueda le llevará muy lejos de su hogar, y de todo lo que conoce.

"La esfera luminosa juega de fondo con las relaciones entre el mundo de la ciencia y el mundo militar", escribía Matías de Diego en este periódico sobre esta novela. "Si gran parte de la Trilogía de los Tres Cuerpos se centraba en esto, su última novela prefiere poner el foco en fantasear sobre un fenómeno físico que aún no tiene una explicación completa".


Infinitas, de Haizea M. Zubieta (Roca Editorial)

En un mundo en el que la humanidad es prácticamente inmortal, resulta que al cumplir los doscientos años de edad el cuerpo envejece de golpe. Y los humanos deben vivir el resto de sus vidas atrapados en cuerpos decrépitos incapaces de morir. Una enfermedad llamada Decadencia. Para esto quiere encontrar una cura Johanna Lowe, una joven que sigue los pasos de sus padres para convertirse en la primera ingeniera genética capaz de revertirla.

Haizea M. Zubieta es otro de esos talentos increíbles que han entrado pisando fuerte en la literatura española de ciencia ficción: la sensibilidad de sus textos y la inteligencia y empatía con la que están construidos sus personajes, la han llevado a ser finalista del certamen Alucinadas de relatos de ciencia ficción, y seleccionada en la antología De-Tinta Social sobre salud mental.


¿Son las mejores películas de Tarantino las más sangrientas? Tú decides con este gráfico

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La escena de Beatrix Kiddo enfrentándose a los 88 maníacos en Kill Bill, la paliza al Especialista Mike al final de Death Proof, la matanza de nazis en Malditos Bastardos… Las películas de Quentin Tarantino no destacan precisamente por su sutileza a la hora de mostrar violencia. Los baños de sangre se han convertido en una de las señas de identidad del director de Knoxville, algo que en ocasiones juega a su favor y otras en su contra. Desde luego, lo único claro es que su nombre se ha convertido en una etiqueta a evitar para aquellos con los estómagos más sensibles.

Pero, ¿son mejores las películas en las que el rojo sale a borbotones o es solo pornografía de la violencia? Como ninguna clasificación es universal y cada cual tendrá su propia respuesta, hemos creado un gráfico interactivo para que sitúes todas las obras de Tarantino. Existen dos variables: por un lado, ordénalas (de izquierda a derecha) según lo buenas que crees que son. En segundo lugar, colócalas (de abajo a arriba) en función de lo violentas que te hayan parecido.

¿Es Pulp Fiction más sanguinaria que Reservoir Dogs? ¿Django es mejor que Los odiosos ocho? Tú decides. Da igual si no has visto todas, los prejuicios también existen y tienen cabida en estas coordenadas. ¡Participa, guárdalo y compártelo si quieres mencionándonos en las redes sociales!

 

Cada muerte al detalle

Y ahora que ya has podido valorar cómo influye la cantidad de sangre y violencia en la calidad de una película de Tarantino, ponemos el foco en cómo se muestra la muerte en su filmografía.

Si tenemos en cuenta las notas de webs especializadas y agregadores de críticas, la película más valorada de Tarantino sigue siendo, 25 años después, Pulp Fiction. El segundo largometraje del realizador de Knoxville (según el recuento oficial, claro) está valorada con un 8'6/10 en Filmaffinity (FA), un 94/100 en Metacritic(Mc) y un 92% de 'frescura' en Rotten Tomatoes (RT).

Y sin embargo, ¿es la más sangrienta? Ni mucho menos: esta cinta es una de las que menos decesos y asesinatos muestra en pantalla, junto con Death Proof y Jackie Brown. ¿Cuáles son las películas más sangrientas de Tarantino?

 

Como vemos, las tres películas más sangrientas de Tarantino son Kill Bill Vol. 1 –que va a nada menos que 34 cadáveres por hora–, Malditos Bastardos –18,8 muertos por hora– y Django desencadenado –17,1–. Y la cantidad de ninjas, nazis y esclavistas que estiran la pata ante nuestros ojos no hace, necesariamente, que se cuenten entre las favoritas del grueso del público y la crítica.

¿Y qué hay de estas muertes? ¿Cómo son? ¿Influyen en la capacidad de sorpresa de sus obras? ¿Tiene Tarantino una plantilla para sus películas? En el siguiente cuadro, realizado con algunos datos recopilados por el medio Five Thirty Eight, podemos observar cómo y cuándo mueren los personajes.

Se puede apreciar que el realizador suele reservar la mayoría de litros de sangre para aquello que conforma el tercer acto en sus películas –ocurre en Reservoir Dogs, en Kill Bill Vol.1, Malditos Bastardos, Django desencadenado y Los odiosos ocho–. Pero también vemos cómo sabe sorprender con muertes en los primeros veinte minutos de metraje. Así lo hizo en Pulp Fiction, y repitió la jugada en más de un filme posterior.

Quentin Tarantino y la idealización de un Hollywood convertido en cuento de hadas

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No es casualidad que Érase una vez en... Hollywood tenga nombre de cuento de hadas. La mayoría de mitos fundacionales, ya fuere por conveniencia o por descuido, se narran siempre en otro lugar y momento, porque el ser humano piensa y siente mejor en pretérito imperfecto o pluscuamperfecto.

"En aquel tiempo", "Había una vez", "Érase que se era", "Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana", "Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos"... Desde Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, hasta aquel hidalgo que no quería acordarse del nombre de cierto lugar de La Mancha, la ficción se hace grande en el recuerdo. Porque lo relevante, lo realmente importante, siempre pasó ayer. No hoy, ni mañana. 

El pasado es el terreno en el que volcamos nuestras fabulaciones de más alta consideración, y Quentin Tarantino lo sabe. Por eso, su novena película es un monumento a su nostalgia. A la forma en la que él consumió cine, lo vivió y lo asimiló. A su forma de entenderlo y amarlo.

Ante la incertidumbre de qué será del cine de mañana, Tarantino opta por idealizar el pasado. Por convertir el convulso Hollywood de finales de los sesenta en el escenario de un cuento de hadas en el que todo es posible. Para bien y para mal.

Una película (y un director) entre dos épocas

En 1969, los caminos de tres personajes se cruzan de forma inesperada. Rick Dalton –Leonardo DiCaprio– es un actor en horas bajas que intenta ganarse la vida en una industria que le ha dejado de lado después de haber acariciado el estrellato con un papel protagónico en un western televisivo. Cliff Booth –Brad Pitt– es su doble de acción pero también su chófer, su chico de los recados, su mano derecha y, claro, su mejor amigo. Y Sharon Tate –Margot Robbie– es una estrella en ciernes que se acaba de mudar, junto a su marido Roman Polanski, a una mansión contigua a la de Dalton.

Ficción y realidad se dan la mano en Érase una vez en... Hollywood –en adelante Érase–. El mismo año en el que Tate es asesinada por cuatro secuaces de Charles Manson en el número 10050 de la calle Cielo Drive. También, una época en la que evidentes cambios en la industria se encuentran finiquitando sus cuentas pendientes con el Hollywood clásico y el Star System, para convertir la ciudad de las estrellas en algo muy distinto.

Esta transición pilla a traspiés a actores como Cliff Booth –personaje, este sí, ficticio–, que intentan encontrar no solo su lugar en el séptimo arte, sino en el mundo que les rodea, mediado por importantes cambios en la sensibilidad social. O, lo que es lo mismo, se apunta un tímido crepúsculo del héroe blanco heterosexual, que Tarantino aquí se encarga de idealizar: Cliff es todos los tipos duros a los que has visto empuñar una pistola, de John Wayne a Clint Eastwood, pero en horas bajas.

Esa ambivalencia de un momento entre dos eras, ambientada en un no-lugar de abundante cartón piedra como la llamada Hollywood, se capta magníficamente en un filme que atiende más al detalle que a la foto general, aunque aspire al retrato definitivo de un pasado idealizado. Porque Érase habla de unos personajes en tránsito con los que su director parece identificarse a capa y espada.

De tal manera que, en este cuento de hadas, se ofrece y se idealiza una mirada no exenta de discurso político en torno a la raza, el sexo y el género. Tarantino disfruta de hacer chistes machistas de hombres que matan a sus mujeres, o de mexicanos machos –"nunca llores delante de un mexicano", reza uno de los mandamientos del personaje de Brad Pitt–. Ni pierde un minuto para ridiculizar al único personaje racializado del metraje: el Bruce Lee al que da vida Mike Moh, que aparece para ser apaleado y humillado –¡ojo!–, delante de una mujer.

Y todo sin olvidar sexualizar a su personaje femenino principal –un debate que alcanza toda su filmografía–, a través de una mirada que prefiere retratar cuerpo antes que persona, estetizar antes que empatizar. Por mucho que Margot Robbie intente defender un papel escrito más para ser visto que interpretado. Cuando no, haciéndolas quedar como histéricas o cargas que el hombre debe sobrellevar –Francesca, la esposa italiana de Rick a quien da vida Lorenza Izzo, es un personaje especialmente conflictivo en este sentido–, o bien atractivos cuerpos dispuestos para seducir sin más desarrollo ni hondura que su propia sexualidad –la hippie a la que interpreta Margaret Qualley, llamada Pussycat–.

Tarantino recuerda sus días de cinéfilo empedernido como el espectador –especialmente si es un hombre–, recuerda su viaje de graduación o su primer amor: falseando la historia y dulcificando la realidad en pos de su lectura nostálgica de los hechos. Imagina un Hollywood en el que le hubiese gustado desarrollar toda su carrera. Y eso no tiene nada de malo, porque el cine es su patria y la ama con todas sus imperfecciones.

Pero bien sabemos que el buen patriota tiende a romantizar cualquier relato que legitime o ensalce a sus héroes. Y los de Tarantino quedan claros en este filme. "Todo lo que amamos, se convierte en ficción", decía Amélie Nothomb. Bien, imaginen lo que un fetichista como Tarantino es capaz de hacer con lo que ama.

El arte como revancha

Esta no es la historia de Hollywood, sino la de Tarantino mirando una etapa de cambio en el cine e intentando comprenderla. Reflejo tal vez de los cambios que han acontecido ante los ojos del realizador en la industria del entretenimiento los últimos años –¿#MeToo inclusive?–.

Por eso, quizás el principal problema de Tarantino o, mejor dicho, el de Érase, sea precisamente la ambivalencia que se puede aprehender de su lectura. Puesto que, detrás de los tratamientos de personajes comentados, subyace un amable tono de buddy film que puede ser leído con ánimo cociliador –esta podría ser solo una historia de dos buenos amigos que aprender a amarse a pesar de la toxicidad de su masculinidad–.

Amén de que en tiempos en los que vuelven a azuzarse productos artísticos como responsables de masacres reales, Tarantino ofrece su película menos violenta en años –aunque sí tenga un estallido obvio–. Si bien viene acompañada de un dispositivo formal menos brillante de lo esperado y menos genial en el proceso de escritura.

Es difícil aventurar si el realizador de Knoxville comprende los cambios de sensibilidad que se han dado en la industria en los últimos tiempos –como Rick Dalton intenta comprender los de su entorno–, porque Érase pondera algo que su director lleva defendiendo desde hace años: el cine, la ficción, es para él una herramienta de reinterpretación de la historia. Sirve para salvarla de los pecados cometidos por todo lo que no es ficción. La creatividad es el terreno fértil de la redención y el espacio de verdadera libertad. El mundo en el que podemos imaginar una revancha.

Pero ni siquiera esto es algo realmente rupturista en su carrera. Érase es más bien una consecución natural de su cine, que ha retratado con anterioridad a la mujer vengándose del hombre que la ha maltratado, al esclavo vengándose de sus captores y opresores, al judío viendo arder a Hitler...

La apuesta siempre es la misma: el cine como fantasía y no como reflejo de la realidad. Como terreno para desmentir o contradecir relatos comunes, y no como herramienta para comprenderlos mejor. Nada de malo hay esto, pero tampoco nada especialmente original. Tarantino cree que el cine nos salva y puede que, en su caso, parezca cierto. Esperemos que su décima película tenga la respuesta definitiva.

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Empieza la carrera: ¿Qué película española tiene más posibilidades de llegar a los Oscar 2020?

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Pocas veces la carrera hacia los Oscar de nuestro país se pone tan interesante en tan poco tiempo. Este miércoles se ha anunciado que Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar, Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar y Buñuel en el laberinto de las tortugas de Salvador Simó, son las películas preseleccionadas para representar a España en la próxima edición de los Premios Oscar, que tendrá lugar en Los Ángeles el 9 de febrero de 2020.

El año pasado, de las tres candidatas posibles, los académicos y académicas decidieron queCampeones de Javier Fesser era el título más adecuado para probar suerte en el Dolby Theatre. Y se quedó fuera. Como le pasó el año anterior a Estiu 1993, y el anterior a Julieta, y el anterior a ese a Loreak y el anterior a todos ellos a Vivir es fácil con los ojos cerrados. De hecho, el cine español no llega hasta los Oscar desde 2004 y en aquella ocasión, además, ganamos el premio a Mejor película de habla no inglesa con Mar Adentro.

Sin embargo, este año hay motivos para la esperanza: las tres candidatas tienen elementos que las potencian y sitúan muy bien en el panorama internacional. Este año el cine español no solo tiene posibilidades de llegar sino, incluso, de ganar un Oscar. La suerte está echada pero quién sabe si esta vez tenemos un poco más que otros años.

Dolor y gloria: la fibra sensible de Hollywood

Almodóvar ha decidido sincerarse para hablar de sus dolencias, su relación con el éxito, con el cine. Sus recuerdos de infancia, el peso del pasado, la herencia maternal y las malas decisiones se dan la mano en una película de carácter biográfico.

A favor: Dolor y gloria se estrenó en España en marzo y luego compitió en Cannes dos meses después con excelentes críticas en ambos escenarios. En el festival, Antonio Banderas se hizo con el premio a Mejor Actor por su interpretación del trasunto del propio Amodóvar, Salvador Mallo. Gustó mucho a su paso por Reino Unido -de fuerte representación entre los académicos-, y es una de las favoritas de los Premios del Cine Europeo.

Además, se estrena en Estados Unidos en fechas clave: llega a los cines en octubre, no sin antes inaugurar la muestra GEMS que precede al Festival de cine de Miami, e incluso competir en el Festival de Cine de Nueva York, para el que el propio Almodóvar ha diseñado el cartel de esta edición. Y todo, sabiendo que al otro lado del charco el nombre del manchego tiene una fama y un prestigio reconocidos: se cuenta entre los mejores realizadores de la filmografía de nuestro país, estuvo nominado a la estatuilla con Mujeres al borde de un ataque de nervios y ganó el Oscar a Mejor Guion Original con Hable con ella, y el de Mejor película de habla no inglesa con Todo sobre mi madre, con la que se trajo el premio.

En contra: Agustín Almodóvar, productor de la cinta, reconocía que "cada vez es más difícil llegar a Hollywood" porque la industria ha cambiado mucho tanto en sensibilidades como en intereses. Y de ser la suya la cinta elegida, Almodóvar sería el realizador español que más veces ha optado a representarnos en los premios de Hollywood. Sería la séptima película del mismo director que enviamos a los Oscar, y los académicos y académicas españoles pueden creer que habría que darle la oportunidad a otros nombres de menos recorrido.

Además... pues eso, que Almodóvar ya tiene un Oscar a Mejor película de habla no inglesa y esto puede ser tan positivo como negativo. Ningún realizador español ha ganado dos veces este premio. Lo ganó José Luis Garci con Volver a empezar, Fernando Trueba con Belle Époque, él mismo con Todo sobre mi madre y Alejandro Amenábar con Mar Adentro, esta vez compañero entre las preseleccionadas.

Mientras dure la guerra: un buen drama histórico siempre funciona

Superproducción de época, Guerra Civil, discurso moral, Unamuno, Karra Elejalde en un papel que apunta a memorable... los ingredientes de la nueva película de Alejandro Amenábar están muy claros y debería ser el gran retorno de su cine tras Mar adentro.

A favor: Los dramas históricos gustan a los académicos hollywoodienses. Roma y el México de los setenta, El hijo de Saúl y el holocausto nazi, Ida y las secuelas de la Guerra Mundial en la fría Polonia... Mientras dure la guerra parte de una factura y una puesta en escena que parecen hacer justicia a su producción de alto copete, que cuenta con la distribución de Buena Vista International. De hecho, el propio Amenábar se mostraba optimista con la preselección y afirmaba el miércoles a EFE:  "La (película) favorita evidentemente es la mía".

Además, el estreno mundial de la cinta en el festival de Toronto, uno de los más prestigiosos a ese lado del charco, le asegura cierta repercusión para una película española. Amén de, por supuesto, el reconocimiento del nombre de Amenábar en la industria norteamericana habiendo trabajado con estrellas como Nicole Kidman, Rachel Weisz o Ethan Hawke. Sin olvidar el Oscar a Mejor Película de habla no inglesa que ganó en 2004 con Mar adentro.

En contra: Que lo conozcan en la industria no significa que lo conozcan en Hollywood. Ninguna de sus películas protagonizadas por estrellas internacionales ha sido un verdadero éxito allí. Si bien Los Otros goza de cierto culto, Ágora fue un fracaso en taquilla, al igual que Regresión. Y el remake de su Abre los ojos -Vanilla Sky-, protagonizado por Tom Cruise y dirigido por Cameron Crowe, tuvo una recepción nefasta.

Aunque bien es cierto que el éxito no es un factor demasiado relevante para la Academia en la categoría que nos ocupa. Pero al igual que Almodóvar, ningún realizador español ha ganado dos veces este Oscar y lo de Amenábar sería aún más insólito dada su trayectoria.

Buñuel en el laberinto de las tortugas: difícil no es imposible

"Buñuel en el laberinto de las tortugas surge por casualidad", contaba a eldiario.es Fermín Solís, autor del cómic en el que se basa esta película dirigida por Salvador Simó. Pero la casualidad parece que cada vez les lleva más y más lejos a ambos. El cómic se publicó hace una década y se ha reeditado recientemente. La película podría llegar hasta el Dolby Theatre.

A favor: Este largometraje está gozando de un recorrido que no se veía en un film animado español desde Arrugas. Tras su estreno en el Animation is Film festival de Los Ángeles, donde obtuvo el Premio del Jurado, no ha cesado de recibir galardones y reconocimientos entre los que destaca la Mención especial de jurado en el festival Annecy, el más prestigioso del mundo de la animación. 

Además, su estreno en Estados Unidos, aunque muy pequeño -se pudo ver en el Nuart Theatre de Los Ángeles y el Quad Cinema de Nueva York- la hace elegible para figurar entre las nominadas a Mejor Película de Animación. Y no ha pasado desapercibido entre la crítica: Bill Desowitz decía de ella en Indiewire que era "perfecta para explorar cómo Buñuel encontró su voz artística", Peter Debruge en Variety la apodaba de "innegablemente encantadora" y Glenn Kenny afirmaba en The New York Times que se trataba de "un trabajo hermoso y meticuloso".

En contra: Justamente, el hecho de ser elegible para el Oscar de película animada. No porque sean galardones contradictorios, ni porque optando a uno no pueda estar nominado a otro, sino porque nunca, jamás, una película animada ha ganado el Oscar a Mejor Película de habla no inglesa. Enviarla para representar a España, en este sentido, es más una complicación que otra cosa.

Por si fuera poco, tampoco lo tiene fácil si consigue la nominación a Mejor película de animación: los Oscar las prefieren de casa y prácticamente todas las ganadoras son norteamericanas. Solamente El viaje de Chihiro ha conseguido este galardón siendo japonesa.

'Una íntima convicción', el caso que sacudió Francia con un 'crimen perfecto' que nunca se probó

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A principios de los dos mil, el conocido como Affaire Suzanne Viguier dividió a la sociedad francesa ante la culpa, el odio infundado y la polarización de opiniones propias de cualquier juicio mediatizado en la sociedad de la información actual.

Suzanne Blanch se casó con Jacques Viguier en 1988. Ella era profesora de baile, él profesor de derecho en la universidad. Tuvieron tres hijos. Clémence tenía once años y los gemelos Guillaume y Nicolas tenían apenas tres cuando ella desapareció. Se esfumó sin dejar rastro. De la noche a la mañana se desvanecieron su cartera, su teléfono y su pasaporte. Nunca más se supo. 

Al poco tiempo Jacques Viguier fue acusado de su asesinato. Olivier Durandet, amante de Suzanne, defendía que el profesor de derecho era el responsable de la desaparición y de haberla asesinado. Entonces se abrió una investigación que duró casi diez años, rodeada de un ruido mediático ensordecedor, que culminó con un juicio en 2009, del que Viguier resultó absuelto.

Un año después se enfrentó a una apelación del juicio y fue absuelto de nuevo.  Ahora el realizador francés Antoine Raimbault retrata en Una íntima convicción este segundo proceso judicial, mezclando realidad y ficción para reflexionar sobre lo que el caso significó para la sociedad y la justicia francesas.

Juicios paralelos y otros demonios

Nunca hubo ninguna prueba fehaciente del crimen de Viguier. No se pudo probar un móvil para el presunto asesinato. Ni tampoco se encontró el cuerpo de la supuesta víctima. Pero nada de eso impidió que una década de juicios paralelos, titulares en la prensa de todo el país, y encendidos debates en lo privado y en lo público marcasen a fuego tanto a la sociedad francesa como a los implicados en el caso.

En Una íntima convicción, Antoine Raimbault antepone el discurso y la reflexión a la documentación estricta. Y lo hace para jugar con su propuesta, para hacer reflexionar al espectador sobre lo que supone especular, deducir y lanzar acusaciones cuando estas no se fundan en hechos. 

Por eso, su primer largometraje plantea un drama que mezcla con habilidad pasajes textuales del juicio a Viguier, hechos reales y probados, con puras invenciones, especulaciones e imaginaciones. Se permite añadir personajes ficticios que alteran de forma esencial el relato hasta el punto que la protagonista del filme, de hecho, es un personaje de ficción.

En la película, Nora -interpretada por una muy implicada Marina Foïs-, es una mujer como cualquier otra. Una ciudadana anónima que trabaja como chef en un restaurante. Aparentemente no tiene nada que ver con el caso, pero conoce a Clémence, hija mayor de Jacques Viguier, porque le da clases de matemáticas a su hijo de doce años. 

Nora ha seguido el juicio y cree en la inocencia del padre de Clémence. Así que contacta con un prestigioso abogado penalista llamado Eric Dupond-Moretti -a quien da vida Olivier Gourmet-. Este le dice que acepta el caso si le ayuda en el proceso de documentación y transcripción de cientos de horas de grabaciones telefónicas de los implicados en el caso. Nora acepta y termina por caer en una espiral de obsesión por el caso de consecuencias inesperadas.

Pero resulta que Nora no existió. Y sin embargo, a través de su obsesión podemos comprobar y vivir el estado de alerta, el grado de histeria colectiva que se pudo vivir en Francia con el Affaire Suzanne Viguier. A través de su historia, de las discusiones que mantiene en el trabajo  o con su hijo, vemos lo polarizado de un debate público que termina por enfrentar a ciudadanos entre sí. Raimbault inventa a un protagonista con el que cualquier persona que siguiese el caso se puede identificar. Y tensa la cuerda para componer un inteligente ejercicio de alegoría social vestida de thriller clásico.

Deconstruir el género, construir el discurso

En sus clases en la universidad, Viguier se reconocía como un auténtico cinéfilo. Había escrito múltiples ensayos sobre el séptimo arte y utilizaba ejemplos de western e incluso de musicales para hacer reflexionar a sus alumnos sobre distintos aspectos del derecho penal.

Se reconocía fan de Hitchcock, algo que fue suficiente para que determinada prensa, alimentada por rumores extendidos en las aulas, asegurase que se había inspirado en el realizador británico para llevar a cabo el asesinato. Incluso se decía que había impartido cursos sobre si podía existir el crimen perfecto, y que este lo había llevado a la práctica con el asesinato de Suzanne Viguier. Todo ello falso, pero no por ello menos dañino para su imagen.

En determinada escena de la película, Antoine Raimbault retrata con precisión casi quirúrgica un interrogatorio que el juez le hizo al profesor de derecho el primer día de un proceso que duró tres semanas. El juez le preguntó al acusado si había alguna película de Hitchcock que le recordase a su caso, a lo que Viguier, no sin titubear, respondió que tal vez recordase a Alarma en el expreso -Une femme disparaît en francés-. El juez admite que es un buen título pero que él había imaginado que diría otro otro título que se ajustaba mejor a su situación: estaba pensando en Falso culpable.

En la primera, una institutriz interpretada por May Whitty desaparecía sin dejar rastro en un trayecto de tren. En la segunda, Herny Fonda era detenido y acusado de una serie de hurtos perpetrados en su barrio, con los que él no tenía absolutamente nada que ver. La primera es un thriller inteligentísimo y juguetón, la segunda un drama negro basado en un hecho real acontecido en 1953.

Esta escena, y su inclusión en la película, no es casual. Una íntima convicción se construye como un thriller y se resuelve como drama judicial, pero hunde sus raíces más en lo discursivo y en lo político de lo que cabría esperar. Y eso lleva a su director a deconstruir las claves formales de los géneros con los que juega, para proponer un estimulante rompecabezas que tiene claros sus objetivos.

Solo que no llega a ellos mediante un relato clásico ni obvio. El relato pone trampas al espectador, le incomoda y le confunde. Huye de un esquema clásico en el que una pista lleva a otra que conduce a la resolución del caso porque aquí lo importante no es resolver qué ocurrió con Suzanne.

Su fallecimiento no se ha podido confirmar. Ese interrogante sigue abierto y sin respuesta. Según el filme, de las más de 40.000 personas que desaparecen al año en Francia, quedan sin resolver 10.000 casos. Pero Una íntima convicción nos quiere hacer reflexionar sobre qué pasa si, sin pruebas, acusamos y hacemos subir al cadalso quienes creamos responsables de esos 10.000 casos por resolver. Si contestamos nosotros a los interrogantes creyéndonos juez, jurado y verdugo.

'El hotel a orillas del río', bellísima reflexión sobre la imposibilidad de aprender a decir adiós

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Con la reciente y reluciente Palma de Oro en Cannes por Parásitos, Bong Joon-ho ha reafirmado la buena salud del cine surcoreano en el panorama internacional. Es la primera vez que su país se corona como la máxima galardonada en el festival de cine más prestigioso del mundo. Y aunque el Oscar a Mejor Película de habla no inglesa aún se le resiste a Corea del Sur, talento exportable no le falta.

Entre sus filas, Kim Ki-duk abrió la veda en festivales de todo el mundo con Hierro 3 y Samaritan Girl y Park Chan-wook cuenta con una legión de fans en todo el mundo gracias a obras de culto como La doncella y Oldboy. El propio Bong Joon-ho se ha hecho un hueco muy relevante en el mainstream con Okja y Rompenieves -de la que Netflix y TBS preparan una serie-, mientras Yeon Sang-ho -Tren a Busan- o Lee Chang-Dong -Burning-, se apuntan sus respectivos tantos.

Y sin embargo el más prolífico -últimamente estrena dos películas al año-, de todos ellos es, por lo que sea, el menos mediático. Su cine parece tener alergia a las grandes producciones, escaparse de las líneas de distribución de sus compatriotas y hasta evitar de forma consciente sus estilos narrativos y sus lenguajes visuales. Hablamos de Hong Sang-soo, que acaba de estrenar El hotel a orillas del río, una magnífica obra en la que aborda la incapacidad expresiva en el terreno emocional, el desarraigo familiar y la dificultad de detectar cuando hay que despedirse.

Porque decir adiós nunca es fácil

Un hombre de avanzada edad siente que su vida se acaba. No tiene ninguna enfermedad, ni padece ninguna dolencia que le impida seguir con su vida como lo había hecho hasta entonces, pero siente que algo no encaja. Tiene una certeza.

Abandonó a su familia hace muchos años y, aunque hoy es un reputado poeta y todo el mundo le respeta, siente la necesidad de reencontrarse con sus hijos. Así que acuerda verse con ellos en el hotel en el que lleva viviendo un tiempo. Allí volverán a cruzar sus vidas e intentarán reconciliarse.

Al mismo tiempo, una joven a la que ha abandonado su pareja llega al hotel. Tiene una misteriosa herida en la mano, producto de un accidente del que se sabe poco o nada. Espera en su habitación a una amiga íntima que llegará para hacerle más llevadero el proceso de ruptura y de cura de -heridas internas y externas-.

La nueva película de Hong Sang-soo plantea, desde su sinopsis y su protagonista, una historia llena de lirismo. Una metáfora que, desde el minuto uno, juega a mostrar y decir ciertas cosas, y callar lo que realmente resulta relevante al espectador. Entre conversaciones triviales, los personajes perdidos de su película afrontan sus traumas e intentan aceptar los cambios que la vida les ha propuesto.

En El hotel a orillas del río los caminos de un poeta y una joven se cruzan, conviven y se alteran. El caudal del Han, cubierto de nieve, bordea el impersonal edificio en el que han decidido reconstruir sus vidas, o más bien pararlas. Ponerlas en punto muerto.

Entre pasillos enmoquetados y paisajes de un blanco puro pero inerte, el realizador surcoreano traza un maravilloso mapa de emociones soterradas que luchan por emerger. Y que cuando se manifiestan, son de una sensibilidad que desarma y arrolla como un torrente al espectador.

En su juego lírico, El hotel a orillas del río gusta de crear imágenes de un potencial narrativo brillantes y, sin embargo, aparentemente sencillas. La pericia como creador de metáforas visuales del realizador surcoreano es al mismo tiempo muy evidente y muy intuitiva.

Cuando conocemos al poeta, por ejemplo, lo descubrimos tomando un café y quejándose por un helecho que necesita urgentemente que lo rieguen con agua. Pero cuando se vuelve a encontrar con sus hijos, después de años sin verlos, resulta que su mirada también se vuelve constantemente hacia la planta -fuera de plano- y no hacia sus vástagos. Detalle baladí que, realmente, nos habla de una relación tan muerta como una planta a la que jamás han prestado atención.

Lo sorprendente, en cualquier caso, es que estos pequeños juegos de rimas pareadas o libres no dificultan ni empañan el desarrollo de las principales tesis dramáticas del relato. No se trata aquí de maquillar una trama que no se sostenga o un desarrollo errático. Al contrario, suma capas de lectura de una forma tan afortunada como elegante.

Sang-soo, un Bergman moderno y coreano

Alejado en esta ocasión de cualquier juego metanarrativo como los que realizaba en Ahora sí, antes no -en la que gustaba de repetir las mismas escenas cambiando diálogos y alterando el devenir de la trama-, aquí todo fluye con una naturalidad que lleva de forma orgánica a un clímax que, de repente, parece sorprendente.

Y lo parece porque en su narrativa la pausa, la relajada cadencia en el diálogo y la concatenación de escenas, ofrece no solo aire a los personajes, también espacio para la reflexión del espectador.

En sus formas y temáticas casi obsesivas en torno a las relaciones humanas, sus pulsiones y sus ocasos, encontramos rastros del Bergman de Fresas salvajes, El silencio o Como en un espejo. Pero también una sensibilidad acorde con los cuentos de las cuatro estaciones de Rohmer y su manejo de la casualidad y lo efímero como lo más significativo de esta vida.

Inteligentísima en la construcción de su discurso, planteado en torno a distintos temas pero entre los que siempre subyace la imposibilidad de una despedida digna en cualquier relación afectiva, Sang-soo regala con El hotel a orillas del río una obra llena de emoción pero también magníficamente narrada.

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