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Manel: "Cantar en catalán es nuestra forma de crear, no es una reivindicación ni te posiciona políticamente"

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A los pies del Tibidabo, en un instituto público llamado Costa i Llobera, Roger Padilla y Guillem Gisbert fantaseaban con montar un grupo. La idea no cuajó hasta años después cuando -junto a Martí Maymó y Arnau Vallvé-, se presentaron al concurso de maquetas Sona9 organizado por la revista catalana Enderrock. Para inscribirse necesitaban un nombre y a Roger se le ocurrió que Manel, así, sin más, sonaba suficiente corto y memorable.

Manel no ganó aquel concurso, pero quedaron segundos y con el dinero pudieron pagarse su debut. Entre junio y octubre de 2008 grabaron Els Millors Professors Europeus. Un disco muy bien recibido entre la crítica, que consiguió meterse en el top 100 de ventas de las listas españolas con 30.000 copias vendidas.

Tres años después, tras haber generado un pequeño boom con su debut, ve la luz 10 Milles per Veure una Bona Armadura y todo estalla: se colocan rápidamente en el número uno de las listas de más vendidos, algo que cantando en catalán solo habían conseguido Serrat y Lluis Llach.

Desde entonces, lanzan Atletes, baixin de l'escenari (2013) y Jo competeixo (2016). Con su último trabajo, Per la bona gent (2019), han seguido explorando la senda abiertamente pop y más electrónica que inauguraron con su anterior trabajo. El resultado suena diferente a aquel debut que se costearon con el segundo premio de un concurso, pero eso no significa necesariamente peor. Más bien al contrario.

Un Manel más urbano y menos folk

"Había cosas que habíamos probado en Jo Competeixo y que queríamos seguir explorando", cuenta Roger Padilla, guitarra de Manel, en una entrevista con los cuatro miembros de la banda concedida a eldiario.es. "Esos sonidos de sintetizador y las texturas más electrónicas, queríamos seguir por esta vía sin cerrarnos a nada nuevo".

"Hay otro elemento que relaciona más íntimamente este trabajo con el anterior y es que Jo competeixo fue el primero que hicimos con productor, el mismo con el que hemos trabajado ahora", cuenta Guillem Gisbert, voz principal. Se refiere al productor musical neoyorquino Jake Aron, que ha trabajado con artistas como Jamie Lidell, Beth Orton y hasta Solange -la hermana pequeña de Beyoncé-.

"Siempre hay un poco de miedo cuando estás probando sonoridades nuevas", confiesa Arnau Vallvé, percusión de la banda. "A veces ocurre que intentas parecerte a alguien te gusta. Y te vistes como él... y cuando te miras al espejo de repente no te sientes cómodo", reflexiona el batería. "Por eso tuvimos mucho cuidado al acercarnos a estos nuevos sonidos, repensando cosas que no sonaban como queríamos".

Estas nuevas formas, más contemporáneas, más cercanas a las texturas de la música urbana -sin llegar a serlo-, son una apuesta cuyas repercusiones el cuarteto asume sin aprensión. Per la bona gent abre con el tema Canvi de paradigma, que ya es toda una declaración de intenciones. Los cuatro integrantes rondan los cuarenta años y después de más de una década sobre los escenarios, quieren repensarse. Deconstruirse y volver a la batalla.

En ese nuevo terreno, la banda catalana ha publicado dos adelantos de su nuevo álbum. El primero, más festivo y pegadizo, se llama Boy Band y nació por casualidad. "Con Boy Band nos dio la sensación de que más allá de que era una canción simpática que nos gustaba, daría mucho juego en el videoclip", cuenta Martí Maymó, el bajista de la banda. "Salimos un día de un ensayo y se nos ocurrió que sería divertido jugar con esa estética tan loca. Y decidimos que iba a ser uno de los adelantos".

"En todo el tema de recurrir a sonidos más propios de la música urbana, te planteas si estas legitimado o no", defiende Guillem. "Pero asumir que no lo estás también es muy aburrido. Quedarte quieto con la definición de ti mismo que dan los demás, también es limitarte", explica el cantante. "Cuando alguien me dice 'esto no suena a Manel', me sorprende porque parece que ese alguien tiene más claro a qué suena a Manel que yo, que no he parado de componer".

En ese sentido abunda el otro single, el que bautiza al disco: Per la bona gent. Una canción que se pregunta sobre la idea de bondad y sinceridad en la sociedad contemporánea. Que ironiza con su existencia mediante la estética de un anuncio barato. Y que utiliza para ello un sampler de Alenar, canción clásica del 77, obra de la cantautora mallorquina Maria del Mar Bonet.

Un homenaje a sus referentes

"La idea de investigar la sonoridad del sampleo era fundamental en este disco, antes incluso de ponernos a componer", afirma Roger Padilla. En su acercamiento a un sonido nuevo, Manel se ha encontrado con el autotune, el juego que aporta un buen sintetizador y, sobretodo, con el sampler, que han convertido en un ejercicio de resignificación de múltiples referentes.

De ahí que Per la bona gent suene a homenaje con intención de diálogo. Parece que la banda hable de tú a tú con los músicos y poetas que les inspiraron. Pero acercándolos a un escenario electrónico y singularmente pop. Entre sus canciones se escucha a Maria del Mar Bonet pero también a Sisa y a Els Pets. Incluso uno puede encontrar poco velados guiños a Serrat, y versos cantados de Jacint Verdaguer, poeta catalán del siglo XIX, en el excelso tema Formigues.

"Establecer ese diálogo cultural entre pasado y presente era casi connatural a la intención de utilizar más sampleos", cuenta Guillem Gisbert. Todos ellos, eso sí, referentes catalanohablantes. Algo que no parece una decisión consciente pero sí tomada con total naturalidad. "Nuestro objetivo es hacer buenas canciones, no canciones en catalán", explica el cantante, "y nuestros referentes van más allá de la idiosincracia catalana. Pero seguimos cantando en catalán, claro".

Sin embargo, desde que en el 2008 Manel empezase a recorrer escenarios de festivales de toda España cantando en catalán, ha llovido mucho. El procés, las elecciones del 2010, las movilizaciones del 2012, la declaración de soberanía del 2013, la consulta, el 1-O, las cargas policiales y la sentencia del procés, podrían haber cambiado las relaciones entre los artistas catalanes y su público en el resto del territorio.

"Nunca nos hemos planteado dejar de cantar en catalán, para nada. Para nosotros es totalmente natural", afirma Martí Maymó. "No te estás posicionando políticamente por el simple hecho de cantar en catalán. Osea, nosotros siempre decimos que el cantar en nuestro idioma no fue un debate ni una decisión: es nuestra forma de crear y de expresarnos. No es una revindicación de nada".

Guillem Gisbert añade que, en todos estos años, no ha visto que se recrudezca su relación con un público no catalanohablante. "No creo que haya aumentado la hostilidad hacia nosotros. Siempre nos han tratado bastante bien", cuenta, "cantar, escribir y pensar nuestra música en catalán forma parte de una naturalidad con la que hemos vivido siempre".

Hoy, según el cantante, "hay que ser consciente de que evidentemente pedimos un 'sobreesfuerzo' por que nos entiendan aunque cantemos en catalán. Pero hay mucha mucha gente dispuesta a hacerlo. Hay muchas personas que sienten curiosidad y traducen las letras. Es gente a la que gusta nuestra propuesta al margen del idioma".


Contra los 'placeres culpables': por qué no debes sentirte mal si eres progresista y te gusta el cine hollywoodiense

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Hace escasos años, el investigador Faustino Sánchez programó un bot a la que bautizó como Mecanocrítica. Se trataba de una máquina generadora de críticas de cine en la que el usuario apuntaba el nombre de la película y las estrellas con las que valoraba un filme, y la Mecanocrítica elaboraba un artículo perfectamente legible. Sin más intervención humana.

La Mecanocrítica no era más que un juguete, una broma dirigida a la prensa cinematográfica. Pero también era una llamada de atención: si la crítica cultural se acomoda en frases hechas y recicla lecturas ajenas, el discurso se empobrece. Hasta el punto de que un bot, adoptando frases hechas y datos de portales como IMDB o Filmaffinity, puede elaborar una crítica de cine sin que intervenga persona alguna.

En la crítica cultural existen infinidad de lugares comunes. Desde expresiones que de tan manidas se vacían de significado -¿Cuántas veces hemos leído en una crítica cosas como 'Cine con mayúsculas'?-, a conceptos que de tan repetidos se asumen como verdad -Goebbels estaría orgulloso de aquello de 'el mejor cine se hace en televisión'-.

Y justo contra estos se propone batallar Pedro Vallín en ¡Me cago en Godard!. Un ensayo publicado por Arpa editores, de tono distendido y prosa ágil, que reflexiona sobre la naturaleza política del cine, el origen popular de la industria norteamericana y la tendencia narrativa del protagonismo burgués en el relato europeo, así como el sentido último del concepto de 'placer culpable'. ¿Es el cine hollywoodiense por naturaleza más conservador que el europeo?

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De placeres culpables y otros falsos mitos

"Este libro es, ante todo, una reivindicación del gusto popular", confiesa el periodista y escritor Pedro Vallín a eldiario.es. Su ¡Me cago en Godard! no es -como se podría pensar- una impugnación del cine de autor europeo. Tampoco es que su autor tenga algo personal con el director de La Chinoise, contra quien profiere la imprecación altisonante del título. De hecho, ni siquiera reniega de la Nouvelle Vague : le gustan Truffaut, Varda y Demy. Hasta dice disfrutar de los cuentos de Rohmer.

El título es una falsa blasfemia para llamar la atención. Una estrategia, un anzuelo para cinéfilos de todo tipo. Porque su autor está harto de sentirse culpable, tras haberse dedicado durante años al periodismo cinematográfico y haber reflexionado largo y tendido sobre él. De sentirse mal por disfrutar de los apocalipsis de Roland Emmerich, la épica cotidiana de Ron Howard -convertido en parodia por Los Simpson- , y de los blockbuster superheroicos, ya fueren de Marvel o DC.

El ensayo de Vallín es un tratado contra la solemnidad en la crítica cultural. Su estilo abunda en el humor y no se toma especialmente en serio. Pero también apunta hacia un estado de la cuestión que sostiene que el carácter marxista de la crítica contemporánea tiende a menoscabar el alcance progresista de las películas norteamericanas. Según Vallín, es un lugar común como cualquier otro pensar que el cine hollywoodiense es por norma más conservador y de derechas que el europeo.

"La crítica, aquí, no ha desterrado el mito judeocristiano del placer culpable", explica. Se refiere a aquella expresión que utilizamos para afirmar que algo nos gusta pero con la boca pequeña. Algo que disfrutamos pero cuyo goce nos da vergüenza reconocer en público.

Es un mecanismo de aceptación social: se otorga más prestigio el afirmar que te gusta la última de Woody Allen que la última de Adam Sandler. Así que si en realidad te deleitas más con la del segundo, es probable que recurras al silencio o a disculpar tus gustos como un 'placer culpable'.

"Eso tiene mucho que ver con la herencia religiosa de que la redención se alcanza a través del dolor. Ese autoinflingirse sufrimiento para sentirse salvado". Él, por contra, "quería reivindicar la ligereza como una forma de comprender y habitar el mundo que no tiene porque ser desinformada ni banal".

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Adiós al 'autor'

Para empezar su revindicación del cine norteamericano y la concepción comercial e industrial que este configura, ¡Me cago en Godard! reflexiona sobre el concepto de autoría que asimilamos como espectadores. Y enfrenta la naturaleza individualista de un genio creador, a la sensibilidad colectiva y de carácter más bien proletario de los protagonistas del cine primigenio, cuando el cine mudo era el principal motor de una industria cuando esta empezaba a caminar.

"Planteo un combate contra el artisteo, digamos, contra querer convertir el cine en la expresión de la voluntad y el ingenio de una sola persona: ese director-autor intocable", explica. Hay, según él, una forma de hacer esencialmente democrática y horizontal en el cine de entretenimiento que el prestigio de la marca 'autor' contraviene. Francis Ford Coppola, que hace escasos días afirmaba que el cine de superhéroes era algo "despreciable", también sostenía que era director de cine porque era el único lugar dónde podía ser un dictador.

"Toda la idea de autoría viene, como explica el filósofo Javier Gomá, de un constructo del romanticismo que establece que la expresión última del ser humano es el genio, el artista", argumenta Pedro Vallín. "Esta idea del autor encuentra un vehículo perfecto en las sociedades modernas por el componente individualista que tiene la democracia liberal. Y en ese sentido se da una paradoja alucinante: el cine de autor es una expresión paradigmática del individualismo liberal. En cambio, ¡el cine industrial es una fórmula más republicana y horizontal de trabajo!".

Esto sucede porque, según el periodista, "cuando endiosas al 'autor' y construyes toda una estructura que depende de la voluntad de una sola persona, se crean las variables de jerarquía y poder óptimas para que ocurran los abusos".

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Clichés del viejo oeste

Para armar su reivindicación del alcance político de carácter progresista del cine norteamericano mainstream, Pedro Vallín propone un repaso sui géneris a la historia del cine reciente. O más concretamente a los arquetipos narrativos que el séptimo arte viene reutilizando desde su mismo nacimiento.

Y si hay dos géneros realmente influyentes en la construcción de los arquetipos del cine comercial norteamericano esos serían el western y, en la actualidad, el cine de superhéroes. El primero, por nacer casi al unísono del medio y adaptarse tan irremediablemente a la construcción del mito de la identidad política de un Estados Unidos en conquista de lo desconocido. Y el segundo, por galvanizar debates políticos absolutamente actuales y hacerlos digeribles en tanto su condición de cultura pop.

"Sospecho que el western es un género tan del gusto del público conservador y de derechas porque reivindica una realidad histórica en la que hay libertad para practicar la violencia", afirma Vallín.

Pero más allá de su capacidad para alentar la fantasía de poder viril, "la historia del western es en esencia la de cómo se civilizó el oeste", explica. Y su esencia política se resume en una idea: "¿quiénes han sido siempre los villanos en el western? No es cierto que hayan sido los indios, pues su presencia es realmente limitada. Esta figura narrativa está reservada siempre para el millonario: el terrateniente que se puede pagar pistoleros, el del ferrocarril, el empresario de la minería del oro... es el poder económico quien siempre acogota a la precaria ley".

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Mientras que, por norma, "el bien a proteger siempre es el pionero menesteroso que intenta ganarse la vida. El western está del lado del débil y del lado del que necesita de la ley. Y aparece entonces un deus ex machina, normalmente, que es un pistolero que llega a poner orden". Ese Clint Eastwood que todos tenemos en la cabeza. "En un espacio donde campa la violencia, la ley del más fuerte es la ley del más rico y el pistolero anónimo existe para poner freno a eso".

Hoy, sin embargo, Clint Eastwood tiene 89 años y, aunque sigue empeñado en empuñar el revólver, ya no goza de la misma capacidad de epatar al público. Es posible que él mismo firmase la acta de defunción de esta cuando interpretó al Bill Munny en Sin Perdón. Hoy quien defiende la ley y protege a la clase obrera suele vestir capa y mallas.

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Working Class Superheroes

"El imperio del arquetipo del superhéroe en el cine tiene que ver con las posibilidades tecnológicas y la necesidad de crear productos incomparables con lo que puede producir una plataforma televisiva. Es una necesidad de la industria", argumenta Vallín. "Y eso hace que a menudo la crítica recurra a un cliché fatal: es un cine conservador porque es americano, tiene efectos especiales y le gusta a la gente".

Sin embargo, el autor de ¡Me cago en Godard!  propone una lectura progresista del fenómeno superheroico por varias razones. "Para empezar el género nace dibujado por gentes de clases populares para clases populares. En su génesis está la clase obrera: es la encarnación de todo eso que necesitamos pensar que existe", cuenta.

"De hecho, los cómics de superhéroes son la vanguardia del antifascismo antes de que Estados Unidos entre en la Segunda Guerra Mundial. Roosevelt no quería entrar en la guerra y Daredevil y el Capitán América ya habían publicado portadas combatiendo a Hitler". 

Sin embargo, el equívoco parte de que en una sociedad democrática el concepto de un individuo que detenta más poder que el resto es problemático, porque puede abusar de dicho poder. Si el ciudadano es soberano, y las democracias son expresiones de soberanía colectiva, tener el poder de destruir una ciudad con la mirada resulta conceptualmente conflictivo.

"Este arquetipo no ha huido jamás de debatir esa problemática. Frank Miller en su El regreso del Caballero Oscuro ya abordaba la complejidad de ser un superhéroe en el momento contemporáneo. Y el relato de superhéroes trazado por Hollywood reflexiona todo el rato sobre la condición paradójica del mismo".

Para ello, ofrece ejemplos: "Iron Man que siempre se ha enfrentado a reflejos de sí mismo. ¡El villano de todas sus películas es un industrial de su mismo sector! Lex Luthor es un millonario enfrentado a un tipo de Kansas, Kingping un mafioso enfrentado a un abogado ciego. Civil War, por ejemplo, debate si las personas con cierto poder deben o no deben estar sometidas a un control por parte del Gobierno", enumera.

En ese sentido, según el autor, "estamos hablando de una narración terriblemente consciente en lo político del país en el que vive, de las derivas sociales. Son tan sensibles a la realidad social estadounidense que a veces resultan ser hasta augur de lo que ocurre".

Por todo ello, Vallín sostiene en su libro que los arquetipos del cine norteamericano de ayer y hoy se sostienen realmente sobre premisas progresistas. Versan sobre la lucha de clases o reflexionan sobre la seguridad frente a la anarquía, el bienestar público frente al privado.

Y sí, son superhéroes y cowboys y no trabajadores de una fábrica. Pero eso no convierte a su cine en portador ni defensor de una ideología neoliberal. Ni al consumidor en un borrego al que inoculan ideología conservadora sin más. Podríamos pensarlo la próxima vez que nos sintamos culpables por ver una película repleta de efectos especiales armado de un bol gigante de palomitas.

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'Parásitos': la lucha de clases siempre fue una retorcida comedia negra

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Bong Joon-ho siempre supo que el fantástico, la ciencia ficción y la comedia hundían más que ningún otro género sus raíces en lo sociopolítico. Los dos primeros porque al proponer realidades que no existían siempre ofrecían lecturas políticas sobre realidades que sí lo hacían. Y el tercero porque para reírse de un objeto, el sujeto cómico siempre adopta una posición ya sea complaciente o crítica sobre el mismo.

Ocurre que la mayoría de sus películas parecían haberse mantenido en el culto por abrazar el cine de género de forma tan directa, oficiosa y -por momentos-, absolutamente genial. Su cine y su perspicaz voz no saltó al mainstream reconocido hasta el estreno de Rompenieves -de la cual TNT prepara una adaptación en formato serie-,  y Okja -una de las últimas películas de Netflix en competir en Cannes-. Ambas, instrumentos nada sutiles de una crítica al capitalismo deshumanizante.

Con Parásitos, sin embargo, el realizador surcoreano logra un delicadísimo equilibrio entre su vocación de hacedor de películas ante todo aplicadas en lo lúdico, con la mordaz crítica que ha sustendado su carrera. Y esa armonía produce una de las películas con más enjundia y más divertidas del año.

Vivimos en una sociedad

Su debut, Perro ladrador, poco mordedor (2000), ya planteaba retorcidos gags resultado de encontronazos entre vecinos de una comunidad con distintas concepciones sobre lo que importa y lo que no. Memories of Murder (2003), por ahora su mejor película, abundaba en lo complejo de superar un trauma colectivo y enfrentarlo cuando carece de rostro y de culpables.

Con The Host (2006) y Mother (2009), el realizador se adentraba en las pantanosas aguas del retrato de los inadadaptados -vendedores ambulantes en la primera, familias disfuncionales en la segunda-, ante hechos aparentemente fortuitos y catastróficos siempre generados, de una u otra forma, por lógicas capitalistas.

Y en las antedichas Rompenieves (2013) y Okja (2017) el retrato social era siempre de evidentes contrastes. En la primera narraba una revolución social en un tren bala en el que los últimos vagones ocupados por las clases más bajas se enfrentaban a los primeros, habitados por una élite que vivía con todas las comodidades que les eran privadas. Y en la segunda, relataba la epopeya de una joven campesina en lucha contra una megacorporación cárnica por la custodia de un cerdo monísimo y gigante.

Bong Joon-ho parece haber reflexionado siempre sobre las consecuencias de un capitalismo desmedido y deshumanizante, que interfiere en las relaciones familiares y afectivas de todos sus ciudadanos, pero se ceba especialmente con quien menos debiera.

De ahí que Parásitos se pueda entender como la joya de la corona de su cine: es una síntesis de todas sus consideraciones, aderezada con una dosis extra de mala uva recolectada con buen humor.

La ganadora de la Palma de Oro en Cannes narra la historia de una familia de menesterosos surcoreanos que viven hacinados en un bajo y ganan lo poco que pueden trabajando como dobladores de cartones de pizza para un restaurante de la zona.

Un día, el hijo mayor consigue trabajo como profesor particular de una joven de familia rica. Pronto, la necesidad y la ambición harán que el joven mienta para colocar progresivamente al resto de su familia como trabajadores de la mansión, interfiriendo cada vez más en la vida del clan pudiente. Las cosas, cómo no, terminan por desmadrarse.

La arquitectura de la desigualdad

Justamente en este desmadre es posible rastrear la debilidad principal de una película por lo demás magnífica. El retrato que Joon-ho ofrece de la clase obrera -voz y motor de todos sus relatos-, no pretende ser realista. Pero en el camino de convertirles en entidades que soportan los abusos del sistema hasta rebelarse de forma desopilante, media una desproporción que les convierte en caricaturas malignas con las que es muy difícil empatizar. Por muy ocurrentes que resulten.

Dicho lo cual, conviene suscribir que Parásitos  no pretende ser una crónica pegada a la realidad ni tomarle el pulso a la actualidad política surcoreana. Trabaja el terreno de la alegoría, construyendo una propuesta que alcanza mayor resonancia cuanto más cafre se sabe. Cuánto más libre y desproporcionado resulta lo narrado.

Juega así a un baile de máscaras en el que la familia protagonista debe interpretar papeles para sobrevivir: debe ejercer la pantomima para parecer remilgados, y así ser aceptados en la esfera pija en la que pretenden encajar. Como de una forma u otra hacemos todos.

Encajar como sirvientes, eso sí. Porque ese es otro debate que habita el laureado filme: el único objetivo de la clase obrera es progresar, pero este progreso conseguido con malas artes no tiene por qué conducir a una subversión del orden establecido.

Lo más interesante, con todo, es la absoluta perspicacia con la que Joon-ho plantea estos debates. Parásitos es un fascinante estudio del espacio y las formas mediante las que operan la desigualdades más crudas. Un exquisito fresco de fuertes contrastes que se antoja tan cruel como ingenioso.

La mansión de la familia para la que los protagonistas empiezan a trabajar se vuelve escenario perfecto de la contienda por el poder, al tiempo que se enmarca en un país que, según Joon-ho, está con el agua al cuello.

En Rompenieves, la lucha por una mejora de condiciones materiales se daba no de abajo arriba, sino de atrás hacia delante. En Parásitos, la batalla plantea la conquista de espacios, figurados y no figurados, y en todas direcciones. Por mucho que el fin justifique los medios. 

Así, el realizador consigue convertir Parásitos en una elegante estampa sobre la arquitectura de la desigualdad. Una que mantiene al 99% de la población en sótanos en los que abundan los trastos, los secretos y el servilismo y donde rara vez alcanza a llegar un rayo luz. Mientras un 1% pasea por espacios diáfanos en los que deslumbra el sol, se respira el aire limpio y en los que, mal que nos pese, sí es oro todo lo que reluce.

Joke J. Hermsen: "La nostalgia significa sentir dolor por una patria que no existe"

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En 1650, Jan Asselijn pintó un cisne en una charca sin saber que la obra se convertiría en uno de los cuadros más célebres de la historia del barroco holandés. En él, vemos al ave en posición amenazante ante un perro que nada precariamente en aguas turbias. No se ve intención agresiva en el can, pero el cisne parece reaccionar para proteger unos huevos a su espalda.

Resulta que el nido simboliza la Holanda del XVII. El ave representa a Johan de Witt, gran pensionario de la región más poderosa de los Países Bajos y uno de los políticos más influyentes del país. Y el perro, descrito en el cuadro como 'enemigo del Estado', no es otro que Guillermo III de Orange.

En 1672, Holanda fue invadida por Francia con el beneplácito y el apoyo de este último, rey de Inglaterra e Irlanda. Guillermo III, entonces, acusó de alta traición al Johan de Witt, que fue linchado junto a su hermano por una muchedumbre enfurecida en la Haya, donde ahora se asienta el principal órgano judicial de las Naciones Unidas.

El cisne amenazado, pues así se llama la composición de Asselijn, tiene sin embargo otro significado aplicable a la actualidad. Según explica la filósofa Joke J. Hermsen a eldiario.es "este lienzo muestra maravillosamente cómo la melancolía puede convertirse en miedo y furia". Por eso lo utiliza como punto de partida y lo ha elegido como portada de su último ensayo: La melancolía en tiempos de incertidumbre.

El peligro de la melancolía hoy

"La melancolía puede ser inspiradora, pero también peligrosa. Hoy mucha gente se siente amenazada y reacciona con ira si cree que alguien ofende a sus tradiciones, su cultura y su país", argumenta Joke J. Hermsen. Esta doctora en Filosofía ha sido galardonada en su país por sus ensayos sobre arte contemporáneo y literatura. El que nos ocupa es su primer libro en español, traducido por Gonzalo Fernández Gómez y publicado por Ediciones Siruela.

"Este ensayo nace por dos grandes razones", cuenta la filósofa holandesa a este periódico. "Una parte de un modesto análisis social: en nuestra moderna sociedad occidental no existe hoy demasiado espacio para lidiar con la tristeza, las malas noticias, la decepción o el dolor. Lo hemos escondido cada vez más. Decimos que estamos bien y que todo va bien porque no tenemos tiempo para pensar si va mal".

"Pero la segunda razón, más importante aún, fue un libro escrito por Trudy Dehue [catedrática de Psicología y Filosofía Científica de la Universidad de Groninga], llamado De Depressie-epidemie [La epidemia de la depresión], que hizo una larguísima investigación cuyas conclusiones no eran nada alentadoras y me hicieron pensar", reflexiona la autora. 

"Mi hipótesis es que la melancolía, como defendían algunos filósofos griegos, es constitutivo de lo humano", explica. "Es un sentimiento que nace, por decirlo de algun modo, de la consciencia del discurrir del tiempo y la asunción de que todo, absolutamente todo, perece o perecerá ante nuestros ojos", argumenta. "Está en nuestra naturaleza reflexionar sobre el paso del tiempo y, en ocasiones, anhelar algo que ya no tenemos", llámese juventud, pasado, infancia, patria o lo que fuere. 

Ocurre que, según Aristóteles, la melancolía se puede convertir en otra cosa distinta cuando existe una carencia de ataraxia. Se entiende por este término el estado que produce la paz de espíritu, la falta de inquietud y la serenidad. Algo que a todas luces escasea en nuestra sociedad.

Make Melancholia Great Again

Imaginemos por un momento que el nido del cuadro de Asselijn con el que abrimos fuese una idea de país, de raza o de tradición. Imaginemos que el perro puede ser un apátrida, una persona migrante o un refugiado. ¿Quién sería entonces ese cisne iracundo?

"Somos seres melancólicos por naturaleza pero en tiempos de falta de ataraxia, es decir en tiempos de inquietud, este carácter melancólico se acentúa y está a merced de ser manipulado", explica.

Es inevitable pensar en la nostalgia inherente a una proclama como Make America Great Again. Ronald Reagan la utilizó en su campaña presidencial de 1980, y Donald Trump lo hizo en 2016.

"Una de las peores manifestaciones de la melancolía es la nostalgia. Porque la nostalgia significa sentir dolor por una patria que no existe. Y este dolor reclama un retroceso en el tiempo que puede ser la génesis del fanatismo", reflexiona. "En Estados Unidos está pasando algo semejante. Según Hannah Arendt hay que tener cuidado cuando un líder político azuza la nostalgia en lugar de hablar de futuro, en lugar de ofrecer esperanza. Hablar de 'vuelta a los orígenes' siempre puede terminar en fanatismo y totalitarismo".

Hermsen, especialista en la obra de la filósofa y teórica política alemana Hannah Arendt, establece ciertos paralelismos entre la época actual y la obra Los orígenes del totalitarismo.

"Arendt hablaba de una melancolía masiva presente en la Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial", explica, "la cuidadanía sufrió terribles pérdidas: un millón y medio de alemanes murieron en la guerra. La gente se sentía realmente desamparada". Y fue entonces cuando empezaron a emerger corrientes de pensamiento que reclamaban una vuelta atrás, un renacer de gloria nacional. "¡Ella nos avisó hace décadas! Tenemos que estar atentos para observar las primeras señales de lo que nos puede llevar a derivas totalitarias".

Hermsen, sin embargo, no se queda en Trump: en su ensayo habla de un problema de carácter internacional y pone como ejemplos las políticas de Orbán en Hungría y Kaczyński en Polonia. Pero también en países que no responden al antiguo Bloque del Este. Según ella "en Europa occidental también ganan terreno el miedo y la xenofobia como estrategia para ganar votos. Nos incumbe a todos. Y si no mira Le Pen en Francia, Hofer en Austria, Geert Wilders en mi país, Holanda, o Santiago Abascal, aquí en España".

El arte de tener tiempo para el arte

"Cada día que pasa, toma fuerza la nostalgia de un pasado glorioso que nunca existió realmente, pero que junto con el miedo al futuro, resulta una atractiva forma de fe", comenta la escritora. "Hay que combatir esto con las herramientas que podamos", añade.

"Nos encontramos en una tesitura complicada", porque según argumenta Hermsen, "parece que no tenemos tiempo de enfrentar la melancolía, de extraer algo positivo de ella. Porque para esto necesitamos un análisis pausado de nuestra situación, y el pensamiento neoliberal ha impuesto en nosotros una cultura del rendimiento perpetuo que destierra el tiempo de este análisis".

Por eso mismo, "deberíamos tomarnos muy en serio el arte, la música, el cine, la lectura... la cultura en general. Porque son herramientas con las que los seres humanos se narran y mediante ellas nos enfrentamos a visiones distintas de nuestra realidad". A través de las cuales abrazamos la pluralidad y la multiculturalidad como genes mismos de una sociedad democrática.

"Arendt ya nos dijo que el totalitarismo es el acta de defunción de la pluralidad". En estos regímenes no existe el disientimiento, o se paga caro. "Así que cuando vemos a un político atacar esa pluralidad o reemplazarla por nacionalismo u otra forma de superioridad étnica o identidad política deberíamos estar preparados para contradecir eso". 

'La trinchera infinita', magnífico retrato de una posguerra asfixiante

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Hace menos de una década, 30 años de oscuridad abordó con firmeza un pedazo estremecedor de la historia de nuestro país: la vida de Manuel Cortés -interpretado mediante animación por Juan Diego-. Cortés había sido alcalde de la localidad malagueña de Mijas durante la Segunda República y tras la Guerra Civil, y le buscaban para fusilarlo. Así que pensó en abrir un hueco en una pared de su casa donde pudiera esconderse de miradas ajenas.

Pasó allí 30 años hasta que vio la luz del sol en marzo de 1969, año en el que la dictadura franquista promulgó un decreto según el cual prescribían todos los presuntos delitos cometidos antes del fin de la guerra.

La historia real inspiró a los realizadores vascos Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga, responsables de Handia y Loreak. De hecho, tanto aquel documental animado dirigido por Manuel H. Martín, como el libro primorosamente documentado Los Topos de Jesús Torbado y Manu Leguineche, se podrían considerar antecedentes directos de lo que es La trinchera infinita. Un drama sólido, magníficamente construido, que nos enfrenta a fantasmas del pasado que aún pululan en nuestra sociedad. 

Una intimidad pública

La trinchera infinita narra la historia de un matrimonio joven, casado pocos meses antes de que estalle la Guerra Civil. Higinio y Rosa viven en un pequeño pueblo andaluz que se convierte en un gran infierno cuando arrestan al hombre por haber sido concejal republicano. Tras conseguir zafarse de sus captores, Higinio vuelve a casa y se esconde en un pequeño hueco cavado bajo unas tinajas de aceite en la cocina. Lo que empieza siendo un escondite temporal termina siendo un zulo en el que vivirá 30 años.

Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga abordan La trinchera infinita con un completo rigor narrativo: como un retrato de intimidad en el que se dirimen, sin embargo, los grandes conflictos sociopolíticos de la España de posguerra. En las carnes y las vivencias de Higinio y Rosa, el espectador vive una dictadura que nunca se ve -porque nunca salimos de las paredes de su hogar-, pero resulta igualmente opresiva.

Eficaz y muy inteligente en su apuesta por acercarse a la psicología de uno de los muchos 'topos' del franquismo, que vivieron escondidos en zulos, paredes falsas y otros escondrijos para escapar de sus captores, la cinta de los directores de Handia resulta asfixiante.

Pero no lo hace mediante el subrayado: su aparato formal sintoniza antes con Los girasoles ciegos que con Buried. La casa en la que Higinio y Rosa ven pasar los años, de hecho, dialoga con la que habitaban el encerrado Ricardo y la esforzada Elena de la bellísima novela de Alberto Méndez y la correcta adaptación que realizó José Luis Cuerda en 2008. En ambas, el espacio no solo les protege, también les cambia y les deforma las necesidades y los afectos.

La trinchera infinita es una aproximación muy particular a una historia de la que hemos escuchado muchas versiones, pero nunca una contada así. Una cinta que abunda en las ideas visuales y narrativas que la fundan -ese hogar que se torna prisión-, para generar un discurso no solo pertinente sino de una relevancia actual ciertamente audaz.

Fantasmas en vida

La relación de la pareja protagonista de La trinchera infinita - magníficos Antonio de la Torre y Belén Cuesta-, tiene un eco constante en sus vaivenes con los cambios políticos que acontecen en España a lo largo de varias décadas. Y sus directores conjugan constantemente y con habilidad sus dos niveles de exposición entre lo íntimo y lo público. 

Pero, en cierto modo, Garaño, Arregi y Goenaga son capaces de armar otra interpretación, si cabe más interesante: La trinchera infinita se puede leer como un relato de terror de fantasmas.

Lo que ocurre es que los espectros de esta ficción no tienen nada que ver con maldiciones y espantos. A Higinio le dan por muerto mientras vive escondido en su casa. Y como si de un poltergeist se tratase, se encuentra irremediablemente atado a su hogar, que bien podría ser a ojos de sus vecinos una casa encantada de aquellas en las que se escuchan voces y se sienten presencias que se supone que no están.

Rosa, por su cuenta, ha tenido que construir de cara a la galería una vida en la que a su marido lo mataron en la guerra. Cuando cruza el rellano de su casa, debe vivir con el luto y el dolor de haberlo perdido. Cuando vuelve a su dulce morada el muerto sigue ahí, pero solo está vivo para ella. Para todos los demás, es cosa del pasado. 

La combinación de esta narrativa de raigambre fantástica con su asentado costumbrismo genera la estimulante sensación de encontrarse ante una interpretación realmente original de la posguerra. Una que nos habla de debates no cerrados, fantasmas que nunca se fueron y trincheras de las que nunca llegamos a salir.

'Historias del bucle', una magnífica distopía a medio camino entre 'Chernobyl' y 'Cuenta conmigo'

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A principios de 2019, el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares -CERN- hizo públicos sus planes para construir un nuevo acelerador de partículas, el mayor de la historia. Y no faltaron quienes, agoreros, imaginaron todas las formas mediante las cuales tal máquina podría acabar con la vida en la Tierra. Así, sin medias tintas.

Según Martin Reese, profesor de Cosmología de la Universidad de Cambridge y autor del libro On The Future: Prospects for Humanity, un acelerador de partículas mayor que el que ya existe -el Gran colisionador de hadrones (LHC), situado actualmente cerca de Ginebra-, podría generar un agujero agujero negro o un desgarro en el espacio-tiempo, como informaba ABC. Podría ser capaz, en definitiva, de un desastre gigantesco.

El miedo a la tecnología es, sin duda, una de las fuentes de las que bebe gran parte del imaginario de la ciencia ficción. Pero para Simon Stålenhag, más que inspirar temor, el acelerador de partículas le inspiraba una extraña nostalgia. Una que convirtió en Historias del bucle, libro ilustrado en el que él mismo recuerda un pasado que nunca existió, publicado por Roca Editorial y traducido por Julia Osuna Aguilar.

Nostalgia distópica

Historias del bucle se ambienta en un mundo en el que Suecia fue el lugar escogido para la construcción de la máquina del CERN, bajo las aguas del Mar Báltico. Una construcción megalómano desarrollado en los años sesenta que transformó la vida tal y como la conocemos.

En este mundo imaginado, el conocido como Proyecto Bucle perimitió avances tecnológicos en materia de inteligencia artificial y biotecnología jamás vistos. Hasta que dejó de ser rentable y cerró sus puertas echando a la calle a centenares de trabajadores, y provocando una crisis debida a la dependencia económica de la comunidad para con el mismo.

Progresos científicos con consiguiente resaca que el autor tiene la pericia de narrar en pretérito perfecto y en primera persona: este libro es un libro de recuerdos. De retazos de un pasado que nunca fue. Stålenhag plantea en Historias del bucle un coming of age muy particular. Un viaje por lo más íntimo de su infancia y adolescencia, solo que mediada por robots gigantes y criaturas extrañas.

A través de los ojos de un adulto que recuerda una infancia extraña, descubrimos las historias del título. Una anécdota imposible, por ejemplo, de cuando Simon y su amigo Olof fueron amonestados por la policía por jugar con un guante que podía controlar en remoto un robot armado. U otra sobre un androide con inteligencia artificial que había escapado del Proyecto Bucle donde lo tenían explotado, y se escondió en el granero del protagonista.

Abierto más a la ficción que a la ciencia, Historias del bucle llega a imaginar qué ocurriría si debido a un fallo en el acelerador de partículas, se abriese un desgarro en el espacio-tiempo del que podrían colarse dinosaurios y animales prehistóricos.

Todos, relatos que crean imágenes interconectadas, recuerdos de un chaval cuya adolescencia coincidió con el cierre del Proyecto Bucle, y por lo tanto con el fin de la fantasía y la llegada de una cruda y fría realidad.

Un viaje fantástico que el lector hace de la mano de la prosa armada de aparente trivialidad de Stålenhag. Cuentos y fábulas que anteponen lo emocional a lo racional, y lo colectivo a lo privado. Y que hacen que el lector se deje impregnar por una nostalgia tan artificial como la inteligencia de los autómatas que pueblan sus memorias.

En la nieve hay un robot: un universo ilustrado

En el universo creativo de Stålenhag habitan multitud de referentes a cada cual más dispar. Su aproximación visual al imaginario postapocalíptico producido por la crisis del cierre del Proyecto Bucle, convierte los paisajes fríos de Suecia en escenarios que podrían parecer salidos de un capítulo de Chernobyl. Aunque en el caso de este libro ilustrado, se trata de una creación anterior a la serie de HBO.

Del mismo modo, su retrato del universo infantil y sus protagonistas nunca es un remanso de paz. El candor y la ingenuidad no son características de sus protagonistas ni del mundo con el que tratan, la mayoría conformado por niños y niñas de entre los ocho y los trece años. La aproximación a la infancia de Stålenhag podría ser la de un alumno aventajado de Stephen King.

Como en la obra del de Maine, Historias del bucle está llena de pequeños cuentos de niños y jóvenes que descubren que crecer es tan inevitable como sobrecogedor. Y el camino hacia la madurez pasa por la decepción y deconstrucción del concepto de familia nuclear. Aunque en el caso que nos ocupa, el tono sintoniza más con la melancolía de Cuenta conmigo que con el terror de Carrie.

Bien es cierto que late en Stålenhag una pulsión plenamente audiovisual y contemporánea. No tanto por su técnica como por su pericia en la distribución de elementos de la imagen que recuerda a la puesta en escena de una película de Steven Spielberg o Neill Blomkamp. No sorprende, de hecho, que el libro que nos ocupa se vaya a convertir en una serie de Amazon Prime Video -de la que por ahora hay confirmados ocho episodios- dirigida por Nathaniel Halpern y protagonizada por Rebecca Hall.

Pero tampoco significa esto que Historias del bucle olvide sus raíces pictóricas. Cuando la narración se pone tétrica, las ilustraciones con las que Simon Stålenhag las acompaña también lo hacen, acercándose a la obra paisajística de la pintora sueca Jeanna Bauck. Cuando el relato se antoja melancólico, el color y el trazo parecen rendir pleitesía a la obra de pintores noruegos como Johan Christian Dahl o Peder Balke.

Todo contribuye a un diálogo constante entre lo sugerido por las ilustraciones y lo narrado por los relatos. Pues en el fondo, Historias del bucle plantea siempre un estimulante ejercicio al lector. Sus imágenes nunca son descriptivas, y cuando acompañan a un relato no encajan del todo con lo relatado. Pues la obra pictórica del artista y escritor prefiere evocar en lugar de detallar. Prefiere alentar al lector a crear e imaginar sus propias historias, condicionadas o no por los recuerdos de la infancia que nunca tuvo.

'El club de la lucha', 20 años malinterpretando un retrato de la masculinidad tóxica

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En 1989, el mismo año que cayó el muro de Berlín, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama acuñó el término 'fin de la historia' para referirse no solo al desenlace de la Guerra Fría que enfrentaba a dos potencias. Hablaba del punto y final "de la evolución ideológica de la humanidad" y la "universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano".

Apenas una década después, el narrador sin nombre de El club de la lucha - al que daba vida Edward Norton- le decía al espectador del 99: "Cuando la exploración del espacio profundo sea algo cotidiano serán las multinacionales las que lo bauticen todo. La esfera estelar IBM, la galaxia Microsoft, el planeta Starbucks...". Un breve speech que constataba la supremacía absoluta de una forma de entender el mundo que no había ganado la carrera espacial pero sí la conquista de cualquier espacio imaginable.

El club de la lucha se ha significado, a lo largo de los últimos veinte años, como una de las adaptaciones literarias más discutidas e inteligentes que el cine contemporáneo ha ofrecido de una novela. Y como toda obra de culto, sobre ella han trascendido lecturas hegemónicas que viven en perpetua transformarción. Ha costado veinte años que muchos analistas culturales -hombres en su mayoría- empiecen a leer en la película de David Fincher algo más que una sátira del capitalismo tardío. El filme podría ser también una magnífica reflexión sobre los peligros de la masculinidad tóxica.

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Retorno a los orígenes: el nihilismo de verlo todo arder

Cuatro años después de haber alcanzado el estatus de 'creador único' gracias a Seven, David Fincher estrenaba la adaptación de una novela brillante de Chuck Palahniuk. El resultado era una película excesiva, llena de soluciones inteligentes sobre el material original y sus monólogos antisistema. Eficaz retrato de la alienación del individuo trabajador de las sociedades capitalistas occidentales.

Hastío que el coprotagonista de la cinta, el Tyler Durden interpretado por Brad Pitt, convertía en materia prima de sus muchos monólogos y pasto de pósters y tatuajes de más de una generación de jóvenes desencantados.

"La publicidad nos hace desear coches y ropas. Tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos", decía Durden ante un público de hombres semidesnudos y sudorosos que se habían reunido con el objetivo de pegarse de hostias. "Crecimos con una televisión que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine o estrellas del rock. Pero no lo seremos. Y poco a poco lo entendemos. Lo que hace que estemos muy cabreados". 

Aquel cabreo tomó el pulso a un estado de la cuestión ideológica que supo sintonizar con un público que la aupó con la lentitud con la que se gestiona el culto. Mientras, se daba la división propia de este tipo de fenómenos: la crítica especializada la tachaba de "idiotez", como la definía en El Mundo Carlos Boyero, que también la llamaba "bazofia posmoderna", Peter Bradshaw la categorizaba de "aburrimiento estridente, pretencioso y superficial" en The Guardian, y el célebre Roger Ebert sostenía que "dejaba de ser ingeniosa para convertirse en un espectáculo de violencia banal, brutal e incesante".

Pero tras la polémica generada por su estreno, que años después se repetiría de forma parecida con Perdida, la crítica tuvo a bien abordar la cinta más allá de la toma de posiciones inmediata, y analizar así su discurso abiertamente nihilista.

Sobre este se arrojaba la posibilidad de que una película que en apariencia criticaba la decepción del hombre moderno en el seno de un capitalismo de orden mundial, en realidad no proponía nada. O peor, alentase a la autodestrucción y el colapso social: había que volarlo todo por los aires.

En el fondo, El club de la lucha nos estaba contando la poco sutil historia de un joven oficinista harto de su trabajo y su vida, que un día conocía a otro -evangélico Tyler Durden-, que le abría los ojos a su fe. Que le convencía de que la solución a todos sus problemas era volver a un primitivismo en el que la realización personal del hombre se alcanzaba a base de destrozarse el cuerpo y el rostro a puñetazo limpio.

El protagonista entendía que la mejor forma de expresar su ira era ejerciendo la violencia entre sus semejantes primero, y contra las grandes corporaciones después. De hecho, todo culminaba con una revolución -exclusivamente masculina- que debía volar por los aires sedes bancarias para reiniciar la civilización. "No haces una tortilla sin romper algunos huevos", diría Tyler Durden. No es de extrañar que el crítico británico Alexander Walker la tachase de "resurrección del paradigma fascista".

"Su crítica social de corte anarquista propone un regreso a una masculinidad arcaica y agresiva, desentendida del mundo y de sus problemas", escribía el periodista Pedro Vallín en su reciente ensayo ¡Me cago en Godard!, "una reacción contra el neoliberalismo del esfuerzo y la productividad en forma de cinismo satisfecho, ácrata, nihilista y violento".

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Tyler Durden y el Ministerio de la Masculinidad

"Todo empezó con Marla", confiesa el narrador de El club de la lucha. Porque lo cierto es que antes de conocer al guapísimo terrorista al que daba vida Brad Pitt, era otra persona la que le cambiaba la vida.

Resulta que nuestro protagonista padecía insomnio y solo había encontrado un remedio: se colaba en grupos de alcohólicos anónimos, deudores y enfermos terminales. Y ante la desesperación de los demás, sus problemas parecían dejar de quitarle el sueño.

Una revelación que le llegó entre los enormes pechos de un hombre llamado Bob, que sufría de ginecomastia debido a un tratamiento hormonal y estaba en un grupo de cáncer testicular. Es decir, que acompañado de hombres a los que se les habían extirpado los genitales y lloraban por haber perdido el símbolo de su virilidad, el protagonista encontraba consuelo.

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Hasta que un buen día aparecía Marla Singer. Una mujer que, como él, también se colaba en grupos de ayuda para alimentarse de las miserias ajenas. "Ella lo arruinó todo", decía el narrador sobre la única presencia femenina de esta historia.

El encuentro, además, producía una negación de sentimientos -el narrador estaba enamorado de Marla-, y posteriormente la aceptación de una figura autoritaria y viril en su vida: Tyler Durden. Alguien que, además de inmiscuirle en grupos no mixtos de hombres cabreados, le alentaba a cortar cualquier relación de afecto con esa mujer: "Es una depredadora haciéndose pasar por una gatita, aléjate de ella", le decía.

Brad Pitt encarnaba una forma muy básica de afrontar las vicisitudes que atenazaban a Edward Norton: la emancipación a hostias. El retorno a una concepción de virilidad espartana que tenía derecho a expresar su frustración a puñetazos. Un hombre primitivo y de naturaleza agresiva que la sociedad había domesticado, pero que era necesario liberar.

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Y todo partiendo del hecho de que el personaje de Brad Pitt no existía -dos décadas tarde para avisar de este spoiler-. Tyler Durden era un trasunto del protagonista que habitaba su imaginación.

En La caída del hombre, el artista y ensayista Grayson Perry proponía un concepto que nos podría ayudar a comprender mejor el alcance de este giro de guion. Perry nos conminaba a pensar en un Ministerio de la Masculinidad imaginario que había anidado en la mente del hombre blanco heterosexual tras años de convenciones sociales y de menosprecio a una comprensión feminista del mundo. 

Allí, en nuestra mente, trabajaba un funcionario que nos decía cuáles eran los patrones de conducta del varón hegemónico. Códigos que exigían evitar lo asociado a la feminidad, que marcaban diferentes estatus de hombría según el éxito profesional o el poder adquisitivo, que requerían un dominio de las emociones, y que daba una importancia social a la violencia y la temeridad en la construcción de la virilidad.

Si nos vienen a la cabeza la mayoría de héroes del cine de acción, no es baladí, pues es un arquetipo popular en Hollywood. Héroes impertérritos, de principios inamovibles y dispuestos a repartir leña para solucionar sus problemas. Clint Eastwood, Bruce Willis, Mel Gibson y por supuesto, Brad Pitt. Su Tyler Durden era ese funcionario del Ministerio de la Masculinidad que nos decía como debíamos comportarnos.

"Tengo el aspecto que deseas tener. Follo como deseas follar. Soy listo, competente y -lo más importante-, soy libre en todo lo que tú querrías hacer", escupía a la cara del espectador un personaje al frente de un proyecto terrorista megalómano.

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Abajo el Ministerio de la Masculinidad

Sin embargo, tanto David Fincher como Chuck Palahniuk en su novela original, decidieron que ante lo inflamable del material narrativo su obligación como narradores era posicionarse con un juicio sobre lo narrado. Lejos de mantenerse equidistantes -la posición cómoda-, propusieron una solución a todas luces drástica.

Tyler Durden -ese hombre al que el protagonista quiere parecerse-, consigue que una manada ingente de varones adultos respondan a su llamada por la recuperación de una hombría prehistórica. Y eso les lleva a confiar a ciegas en un líder -pocos machos tan alfa como Brad Pitt-, que les hace fabricar explosivos y colocarlos en bases de datos bancarios, para volar edificios por los aires. El Proyecto Mayhem.

"La filosofía anárquica de Tyler es demasiado pura para sobrevivir en un mundo real lleno de personas reales -como representa Marla Singer-", escribía el crítico David Ehrlich en Indiewire. "El narrador reconoce que el caos que Tyler ha sembrado es tan deshumanizante como el orden que busca desestabilizar".

Aunque llegue tarde, Edward Norton se percata de la locura de la que es responsable. Él es Tyler Durden, pero no puede controlar a Tyler Durden. Nadie puede. La única forma de hacerlo es acabando con él: matar al macho alfa que lleva dentro es la última puerta abierta a la redención.

"La novela y la película son muy literales", decía la periodista Marta Trivi en un programa sobre adaptaciones del podcast cultural Choquejuergas. "El tipo que tenemos que aspirar a ser nos hace mucho daño, nos está jodiendo la vida. El protagonista acaba por pegarse un tiro por esa masculinidad. Sabe que no va a poder ser feliz si no se deshace de ella".

"Nos haría mucho bien, tanto a cada uno de nosotros como al conjunto de la humanidad, dejar a un lado las resistencias a la igualdad, el mito del macho alfa, fuerte, sin miedo; y dejarnos guiar, abrazar y acompañar por mujeres libres", escribía Ritxar Bacete en Nuevos hombres buenos.

Eso es exactamente lo que hace el protagonista de El club de la lucha. Acabar con el mito de Tyler Durden y acercarse, precariamente, tras abrirse un boquete en el rostro, a Marla Singer. "Me has conocido en un momento extraño de mi vida", le susurraba. Veinte años después, comprendemos lo que entrañaba esa frase.

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Amin Maalouf: "Tenemos sociedades con personas que viven juntas pero no conviven entre ellas"

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Desde que publicase la novela León el Africano en 1988, auténtico fenómeno editorial que aún coletea a día de hoy con constantes reediciones, el escritor francolibanés Amin Maalouf se ha convertido en una de las voces más escuchadas, respetadas y leídas de las letras francófonas.

En su obra, los lazos y fricciones entre Oriente y Occidente vehiculan narraciones históricas, pero también visiones contemporáneas de conflictos de todo tipo. Las escalas de Levante, Los jardines de Luz, SamarcandaEl primer siglo después de Beatrice, junto a novelas históricas como La Roca de Tanios le han valido múltiples galardones como el prestigioso Goncourt o el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2010.

Sin embargo, su faceta como novelista no riñe en relevancia con la de ensayista. En las últimas dos décadas, ha publicado investigaciones y ensayos de gran calado en la geopolítica europea. Es el caso de El desajuste del mundo y de Identidades asesinas, ambos trabajos publicados por Alianza Editorial. El mismo sello que ahora nos trae, traducción de María Teresa Gallego Urrutia mediante, una suerte de culminación de una inesperada trilogía: El naufragio de las civilizaciones.

Se trata de una continuación discursiva de aquellas en la que Maalouf reflexiona sobre cómo la la intolerancia, la inoperancia institucional y la insolidaridad han mediado lo suficiente en Occidente como para que hoy hablemos de un naufragio social.

En El desajuste del mundo afirmaba que "nuestras civilizaciones se agotaban". Hoy, con este libro, directamente defiende que naufragan. ¿Qué cambios han operado en nuestras sociedades durante estos años para hablar de naufragio?

Creo que hay diferentes grados de gravedad entre los tres ensayos que he publicado los ultimos veinte años. Me refiero a Identidades asesinas, El desajuste del mundo y El naufragio de las civilizaciones. Por decirlo suavemente: la situación se ha deteriorado de forma dramática.

Las cosas sobre las que intenté prevenir en Identidades asesinas, donde reflexionaba sobre la cuestión identitaria y cómo esta modela la forma en que comprendemos el mundo, no han ido a mejor. Las identidades excluyentes y exclusivas se han vuelto mucho más materiales en estos años, y con ellas su capacidad para afectar el desajuste material y de posibilidades de desarrollo sobre el que hablaba El desajuste del mundo. Y todo esto nos lleva a la situación actual, en la que vivimos un naufragio.

Ante desafíos políticos como el Brexit o la cuestión catalana, y la falta de acuerdos en materia de cambio climático o inmigración, ¿cree que el proyecto europeo ha fracasado?

No creo que se pueda decir que haya fracasado, pero es evidente que es un proyecto que vive un momento de crisis por dificultades como las que mencionas. Más que de fracaso, yo creo que deberíamos hablar de la necesidad de reflexionar. El reto del Brexit, por poner un ejemplo, parece a simple vista ser un asunto que concierne solamente al Reino Unido. Pero resulta que a raíz de este estamos viendo cómo aumenta y se propaga cierto sentimiento euroescéptico.

Es el momento de repensarnos y repensar lo que entendemos por Europa. Creo que construimos Europa con unas ideas de la armonía legislativa y económica que son realmente importantes, pero que no son los únicos objetivos a trazar. Creo que la construcción de un verdadero sentimiento de pertenencia europeísta no se ha defendido como era menester.

¿Cree que ese sentimiento europeísta se ve amenazado por el nacionalismo?

No creo que le hayamos dado suficiente importancia al asunto de una construcción cultural de una Europa unida. Esa construcción no debería excluir otras identidades, como la nacional, la religiosa, la étnica... porque no se contravienen. Pero puede que el sentimiento de pertenencia y de responsabilidad que predominaba en los noventa, haya sufrido un retroceso. Es como si hubiéramos dado pasos atrás.

En ese sentido, ¿se podría establecer una comparativa entre las políticas conservadoras de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, con las de Donald Trump y Boris Johnson? Gobernaron justo hasta finales de los ochenta y principios de los noventa...

Puede que ambos, tanto Johnson como Trump, sigan la senda conservadora trazada en los ochenta por Thatcher y Reagan, pero creo que el estilo de hacer política ha cambiado hasta el punto diría de una seria regresión. La actitud de Reagan no puede compararse con la de Trump en su forma de expresarse, en su diálogo con sus contrincantes políticos ni en su relación con la ciudadanía, fuesen o no su electorado. Demócratas y republicanos le respetaban, aunque fuese como contrincante político.

Tengo un amigo norteamericano que es liberal en el sentido americano del término, que fue muy critico con el la administración Reagan. Pero me decía "He's a decent fellow'" [Es un tipo decente]. Algo que no estoy seguro de que se pueda decir Trump [Ríe].

En El naufragio de las civilizaciones cuenta cómo abandonó Líbano por la guerra, en una precaria embarcación, en junio de 1976. ACNUR asegura que, solamente en 2019, 63.311 personas han arriesgado sus vidas intentado llegar a Europa. ¿Ha cambiado algo en estos cuarenta años?

Creo que ahora mismo vivimos un fenómeno migratorio y al mismo tiempo un fenómeno de explotación política del hecho migratortio. Me explico: en los últimos años ha habido un movimiento migratorio masivo que es obvio. Pero más preocupante que dar cabida a las personas que huyen de su país, es utilización política de la inmigración para alentar al miedo y la xenofobia.

El asunto migratorio ha hecho cristalizar una cuestión identitaria que estaba ahí y que ahora se utiliza como arma arrojadiza. Existe en toda Europa una desconfianza tanto para recibir a los que llegan, como para los que están.

En su libro afirma que en los setenta "no podía adivinar hasta qué punto las tragedias de mi tierra natal iban a resultar contagiosas ni con qué violencia su retroceso ético y político iba a propagarse por el planeta".

La globalización ha conllevado múltiples avances tecnológicos, que han facilitado un acceso universal al conocimiento, pero eso no parece haber cambiado esencialmente la naturaleza de muchos conflictos.

Hoy cualquier ciudad europea que se precie debería saber afrontar las tensiones derivadas de la convivencia de sus ciudadanos independientemente de su origen. Tenemos sin embargo sociedades con personas que viven juntas, en un sentido comunitario, pero no conviven entre ellas. No se conocen, no tienen las mismas ideas y no hacen nada por intercambiar pareceres. Deberíamos haber sabido crecer como sociedades realmente multiculturales que aceptasen las diferencias como algo puramente democrático.

Deberíamos, institucionalmente, poder identificar problemas de convivencia y  encontrarles remedio. Pero seguimos haciendo caso omiso mientras se producen agresiones racistas, crímenes del odio, y mientras determinados políticos alientan el miedo al diferente.

El miedo solo se combate solucionando los problemas que lo hacen nacer. Pero nosotros dejamos las cosas estar y los problemas se agravan. Y claro, hay quien utiliza este miedo para hacer grande su propaganda. El racismo, los crímenes de odio deberían estar en las agendas de cualquier política nacional. Y eso contribuiría a la construcción de una vida fundada en la diferencia propicia a la convivencia democrática.

También reflexiona sobre el 'mito perverso de la homogeneidad', según el cual sostiene que se ha estigmatizado la diversidad. ¿Cree que este tipo de mitos han servido para alimentar nacionalismos?

Ciertamente hay una tendencia de aspiración a la homogeneidad que afecta tanto a Oriente como a Occidente. Ciertos dirigentes políticos importantes parecen haber fundado su discurso infamando a la población y atacando la diferencia. Y, generalmente, esa es una senda que en otros tiempos ha llevado a totalitarismos.

Ser demócrata significa defender que nuestro objetivo como sociedades modernas es vivir juntos y en paz, por encima de las diferencias que tengamos, integrando las minorías y encontrando una forma de implicar en la política a todos a sus ciudadanos sin importar su origen. Pero eso no es lo que defienden muchos políticos.


'El hoyo': la ciencia ficción española tiene un nuevo, violento y valiente exponente

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En contra de lo que podría parecer, el cine español actual abunda en la ciencia ficción constantemente. Pero lo hace en el circuito raramente accesible al gran público que sigue siendo el cortometraje. Solo en los últimos cinco años títulos como Tu último día en la tierra y Caracaballo de Marc Martínez Jordán o reStart y Einstein-Rosen de Olga Osorio dan buena cuenta de la salud del género en nuestro país, terreno fértil para realizadores con miradas propias y originales.

También resulta ser abono para un subgénero muy común que bien mereciera algún estudio: el de anuncios de realizadores ilustres de nuestro cine que acuden al género resguardados por campañas de marketing. Cuánto, de Kike Maíllo para el Banco Santander, la desafortunada La tienda del LOL de Daniel Sánchez Arévalo para Campofrío, el Proyecto Tiempo de Isabel Coixet para Gas Natural Fenosa, la timorata Danielle de Alejandro Amenábar para la Lotería de Navidad...

El caso es que en cuanto a largometrajes de ciencia ficción se refiere, nuestro cine sigue siendo parco. Y los aficionados al género -que son muchos-, se ven obligados a agarrarse a propuestas que son clavos ardiendo, y pueden resultar más bien decepcionantes por mucho que se aplauda el arrojo por abrazar y defender el noble arte del relato distópico.

Con todo -o por eso mismo-, la primera película del realizador bilbaíno Galder Gaztelu-Urrutia se significa como un oasis en el desierto. La prueba de que, si existen los medios y la voluntad, nuestro cine puede ofrecer grandísimas aportaciones al género. El hoyo es una distopía brillante, directa al grano, gore y valiente donde las haya.

Ascender o morir en un sistema caprichoso

El hoyo es algo más que una supuesta cárcel. En un futuro distópico, El hoyo es un lugar al que van a parar criminales, pero también desamparados y parias de toda clase. Tiene varios pisos y cada uno de ellos es ocupado por dos personas, todo ello en una construcción de la que se ignoran las dimensiones reales. Y se vive en base a unas reglas estrictas, claras pero azarosas.

Una vez al día, una mesa repleta de comida pasa por todas las plantas durante unos minutos. Los que están en los primeros niveles comen a placer, sin ningún tipo de mesura ni de límite. Pero los que están en niveles inferiores comen sobras, el día que tienen suerte. Además, los huéspedes cambian por azar de planta cada cierto tiempo.

Un día, un joven llamado Goreng -interpretado por un entregado Ivan Massagué- se despierta en un nivel intermedio, alimentándose de sobras y migas de pan. Entonces empieza a plantearse qué será de él si, al poco, amanece en uno inferior. ¿Cómo sobrevivir a un sistema tan caprichoso?

La premisa de El hoyo resulta atractiva por razones obvias. Los mundos en los que la acción debe necesariamente desarrollarse en base a determinadas leyes suelen ser espacios creativos en los que se potencia el riesgo narrativo.

En este caso, podríamos suponer que Gaztelu-Urrutia propone una reflexión sobre el ascenso en la escala social en términos extremos. Si el protagonista no sube, no come. En lo que podría significarse como una crítica bastante obvia de cómo opera la lucha de clases en sociedades tardocapitalistas.

Sin embargo, lejos de encasillarse, como si el camino obvio produjese en sus creadores algún tipo de alergia, El hoyo ofrece un desarrollo tan irregular como apasionante. Y lo que empieza siendo un juicio sobre el sistema pronto se convierte en una exploración existencialista de la condición humana. Una estimulante, aunque caótica, aproximación a la desesperación, la escasez de solidaridad, la malicia, el ombliguismo y la defensa de determinados valores en tiempos de absoluta ruina moral y material.

Una pesadilla 'ballardiana'

En su novela Rascacielos, J. G. Ballard intuyó que en un edificio podían contenerse muchas de las claves para entender cómo el capitalismo mantiene a sus ciudadanos siempre insatisfechos y alimenta un falaz sueño de ascenso en el escalafón social.

En su influyente libro, como bien supo ver Ben Wheatley en High-Rise -su denostada pero interesantísima adaptación cinematográfica-, Ballard planteaba un escenario cada vez más apocalíptico sin salir de los límites de un inmueble impersonal. Hasta devolver a la civilización a un estado prehistórico de bestialidad en el que el hombre, ya saben, era un lobo para el hombre.

Algo semejante propuso Bong Joon-ho en Rompenieves, en el que la lucha de clases no se planteaba en términos de ascenso si no de avance -entre vagones de un tren, de los más desfavorecidos hasta una acomodada primera clase-.

En este caso, al final, la revolución social se enfrentaba a una contradicción: conquistar el objetivo podría perpetuar un sistema. Una vez terminada la insurrección, la opresión se ejercía sobre otros. Mismo modelo, otros pasajeros en primera clase. ¿O había otra forma de entendernos?

Galder Gaztelu-Urrutia propone en El hoyo una relectura de dichos relatos de naturaleza distópica. Parece asimilarlos rápidamente en boca de un personaje secundario durante los primeros segundos de metraje: "Hay tres clases de personas: los de arriba, lo de abajo y los que caen".

Pero a partir de ahí, construye algo realmente original, sin miedo a pisotear la credibilidad de la narración propuesta. El hoyo pronto inventa sus propios códigos y lenguajes -frases como 'La panna cotta es el mensaje' se convierten en himnos de revuelta-, para ofrecer un relato de tintes seudoreligiosos.

En él, una figura con suficiente fuerza voluntad y capacidad de movilización, puede alterar el orden establecido con un arma sorprendentemente: su fe en que las cosas pueden ser de otra forma. La simple duda hace tambalear los cimientos de El hoyo. Pero a su vez, moviliza al espectador, planteándole un relato social osado, violento, incómodo y magníficamente construido.

'El Irlandés' reescribe para siempre la figura del gánster del cine de Scorsese

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Parece que 2019 está siendo, mal que nos pese, un año de testamentos fílmicos. Con Dolor y gloriaPedro Almodóvar se enfrentaba a sí mismo en un viaje hacia lo íntimo lleno de recuerdos que alimentaron, de una forma u otra, su obra. Con Érase una vez en... Hollywood, Quentin Tarantino se recreaba en sus días de cinéfilo empedernido ofreciendo una lectura nostálgica de una industria de Hollywood en plena era de cambio de paradigma. 

Ahora es Martin Scorsese quien vuelve sobre su cine para ofrecer una visión madura y desmitificadora de la figura del gánster tal y como la conocemos. Una vuelta a los orígenes de un realizador que cambió el cine criminal, y que ahora reevalúa el significado de sus creaciones.

El Irlandés es un recorrido por la filmografía de su director, por su lenguaje y sus hallazgos, claroscuros y lugares comunes. Es, también, una ofrenda a sí mismo y a gran parte del cine más influyente del pasado siglo, generosa en tanto a su duración y las entregadas actuaciones de Robert De Niro, Al Pacino y Joe Pesci. Se trata además de una maravillosa crónica negra de un país cuya historia ha estado siempre manchada de sangre.

América se forjó en las calles (y en los despachos)

El Irlandés es la crónica de la vida de tres hombres que cambiaron el devenir de su país. Todo comenzó por casualidad cuando un veterano de guerra llamado Frank Sheeran -interpretado por Robert De Niro-, conoció a Russell Bufalino -al que da vida Joe Pesci-, padrino de la mafia de Pennsylvania, en una gasolinera alejada de la mano de Dios. Sheeran trabajaba como repartidor de carne y se le había estropeado el motor del camión. Bufalino le ayudó a ponerlo en marcha y nació entre ellos una amistad que, más tarde, le convertiría en su 'chico de los recados'.

Durante años, Sheeran, conocido como 'El Irlandés', fue un sicario de la mafia de probada eficacia y sangre fría. Pero un buen día Bufalino le presentó a Jimmy Hoffa -Al Pacino-, uno de los líderes sindicales más poderosos de Estados Unidos. Entonces se convirtió en el hombre de confianza de este y pasó a formar parte de las amistades íntimas de algunos de los círculos más poderosos -y peligrosos- del país.

Conjungando de forma magistral el relato micro y el macro, Scorsese narra los momentos álgidos y los más bajos de un tríangulo de poder. Al tiempo que conforma una crónica a través de cuarenta años de siglo XX.

En 2002, Scorsese gustaba de manchar de rojo sangre la nieve cuajada en las calles de Five Points -mítico barrio marginal de Manhattan-. Lo hacía  en Gangs of New York, coreografiando de forma epatante las batallas callejeras de los Bowery Boys -nativos americanos de ascendencia británica-, con los Conejos Muertos -inmigrantes irlandeses-. Los anuncios y los pósters de aquella película tenían un eslogan que vertebraba gran parte de la filmografía del realizador italoamericano: "América se forjó en las calles".

En El Irlandés, Scorsese aborda de forma contundente un relato sobre cómo los ideales siempre estuvieron un escalón por debajo de los intereses en Estados Unidos. Cómo líderes sindicales se codeaban con la mafia mientras decían defender los derechos de la clase trabajadora. Cómo la Cosa Nostra apoyó a líderes conservadores como Nixon y este les devolvió el favor mediante indultos. Cómo los Kennedy cargaron con el peso de la legalidad contra el crimen organizado, y cómo este supo defenderse pero también atacar.

Es decir que, además de en las calles, América se forjó también en despachos sindicales y restaurantes italianos de lujo. Casi veinte años después de Gangs of New York, ha quedado sobradamente probado que el cine de Scorsese se significa como la historia negra de Norteamérica -si no quedó probado ya en los setenta-. La de sus bajos fondos y pesadillas alienantes urbanitas.

Pero con El Irlandés su obra se entiende y se significa más que nunca como una crónica de sus cloacas sistémicas por su gravedad y rigor, también por su condena dramática. Lejos del -contagioso- cinismo de El lobo de Wall Street, del goce esteta de Gangs of New York, de los excesos dramáticos de El aviador o de la toxicidad de Taxi Driver.

Sobre el castigo y la posibilidad de perdón

Con todo, decíamos, El Irlandés no se limita a ser una crónica de tiempos aciagos -que ya es mucho-. Es también una suerte de reescritura audaz de una forma de entender el cine criminal y sus héroes. Un cine que Scorsese ha trabajado durante años y del que él mismo es y será adalid.

Desde Malas Calles hasta Boardwalk Empire, pasando claro está por Uno de los nuestros, Scorsese siempre se ha servido de determinados tropos exlusivamente masculinos para configurar su cine. Johnny Boy, Travis Bickle, Jake La Motta, Rupert Pupkin, Henry Hill, Nicky Santoro... no son solo protagonistas de sus películas: son y han sido modelos de conducta ampliamente influyentes en la ficción contemporánea -y fuera de ella-.

Sin embargo, con El Irlandés, Scorsese ha dado a sus 76 años un paso adelante para abordar el crepúsculo de todos ellos. Ha reescrito lo que significaban para él aquellos mafiosos, para ofrecer una solvente lectura moral de lo que serían ahora si tuviesen su edad. Lo ha hecho captando y profundizando en la vejez y la degradación moral y física de los personajes de De Niro, Pacino y Pesci. El resultado es del todo fascinante.

Se puede argumentar, sin embargo, que El Irlandés fracasa en el cometido emocional de un tercer acto cuyo concepto resulta más atractivo que eficientemente ejecutado. Scorsese propone una especie de búsqueda de redención emprendida por Frank Sheeran en sus últimos años de vida, todo ello para ofrecer un retrato de un hombre completamente solo y abandonado por su familia y amistades. Pobre y benevolente castigo para un asesino a sangre fría, si nos ponemos serios.

Pero además, resulta casi ridículo que recurra para ello a personajes secundarios de los que ha prescindido absolutamente durante todo el relato. El Irlandés es una película que no atiende a casi nadie más allá del trío protagonista. Y en ella, las mujeres que rodearon a Sheeran, Bufalino y Hoffa son poco más que mobiliario. Cuerpos que fuman, visten bañador o son diana de chistes machistas. Bueno, también hijas a las que proteger o nietas a las que amenazar.

Especialmente grave es el caso de Anna Paquin, cuyo personaje cuenta con, a lo sumo, dos frases pero cuyo drama definitorio es que dejó de hablar con su padre, Frank Sheeran, después de corroborar a qué se dedicaba. Sobre ella y el resto de hijas de Sheeran carga Scorsese la responsabilidad de un clímax emocional que nunca conecta por la invisibilización narrativa a las que se las ha sometido durante más de dos horas de metraje.

Pero incluso en este tercer acto, El Irlandés se muestra eficaz como reinterprecación de las escrituras scorsesianas. No en vano, la vejez y el remordimiento llevan a Frank Sheeran a considerar su relación con la fe. Hace despertar en él un sentimiento religioso más apegado al perdón que a la tradición.

Scorsese, que desde Malas Calles a Silencio, pasando por Kundun, se ha preocupado siempre por elaborar discursos sobre lo que significa la fe en el contexto contemporáneo, nos propone ahora un De Niro esforzado en aprender a rezar cuando el habla, por la edad, ya le resulta complicada.

De hecho, el realizador italoamericano deja en manos de un clérigo, que le pide confesión, la posibilidad de redención de este sicario. Pero los años y la experiencia, le han dicho a Scorsese que esta resulta ser realmente complicada. Que los mafiosos nunca podrán dormir tranquilos y por eso duermen siempre con la puerta entreabierta.

'Madre', el corto de Sorogoyen se convierte en largo para jugar a la ambivalencia y el drama intimista

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Solo un año después del éxito de crítica y público que supuso Que Dios nos perdone, Rodrigo Sorogoyen competía de nuevo en los Goya, pero en otra categoría. Esta vez se proponía ganar en la categoría de Mejor Cortometraje con Madre, y así fue: se hizo con el cabezón y no paró de acumular galardones en una carrera que le llevaría hasta la nominación del Oscar.

El cortometraje había competido en el Festival de Toronto, ganado el premio del público y el de actriz del Festival de Málaga y el de Mejor Cortometraje en los premios Forqué. Pero nos olvidamos pronto de él porque luego pronto llegó El Reino, thriller político que se alzó con siete de los trece premios a los que aspiraba en los Goya del año pasado.

Ahora llega a nuestras pantallas un largometraje que podría ser una secuela, aunque no lo es del todo. Y su principal valedora es de nuevo Marta Nieto, actriz protagonista de ambas producciones que ahora, sin embargo, se enfrenta a un papel mucho más complejo. Sobre ella reposan los 129 minutos de drama psicológico intenso y frágil. Extraño, hipnótico e incómodo. Una actuación que le valió el premio a la mejor actriz de la sección Horizontes de la pasada Mostra Internacional de Cine de Venecia.

Diez años después de una desaparición

El corto original se desarrollaba en un solo espacio y una sola escena: Elena recibe una llamada de teléfono de Iván, su hijo. Se supone que el chaval está de viaje con su padre en una playa de Francia. Pero Iván le cuenta que ha perdido de vista a su padre y se encuentra solo. Esa será la última vez que Elena escuche la voz de su hijo, que desaparecerá sin dejar rastro.

El grueso del metraje de la película que nos ocupa se desarrolla diez años después de los hechos narrados en aquel. Pero resulta que la Madre que ahora se estrena en cines contiene el corto: los veinte primeros minutos son la película que ganó el Goya en 2017. Están intactos y abren el filme. Por eso no estamos ante una 'secuela' propiamente dicha.

"En realidad Rodrigo siempre había pensado que el cortometraje era muy buena primera escena para una película", explica Marta Nieto en una entrevista concedida a eldiario.es. "Así lo vendió cuando buscaba financiación. Aunque cuando rodamos el corto en ningún momento se habló de eso. Y cuando Madre empezó a funcionar él se puso de acuerdo con Isabel Peña para escribir el guion del largo", cuenta. "El material era muy bueno y se veía el tránsito de Elena, aquello por lo que pasaba tras la desaparición de su hijo".

En el largometraje actual Elena vive en una pequeña localidad cercana a la playa en la que su hijo desapareció. Algo la retiene ahí desde entonces. Trabaja en un bar, tiene pocos amigo, y lleva una vida bastante anodina. Hasta que conoce a un joven llamado Jean, que tiene cierto parecido con su hijo, y con el que establece una extraña relación.

"Interpretar de nuevo a Elena ha sido muy exigente pero muy gratificante porque no se trataba de ejecutar una acción sino de vivir un estado", explica Nieto. "Todo está relacionado con su estado mental. Lo que ocurre a partir de que se encuentra con Jean es algo orgánico, es como un encuentro con alguien que sin poder ella evitarlo empieza a cambiar la estructura de su personalidad tras un trauma que la ha afectado profundamente".

Elena y Jean son amigos. O tal vez algo más que amigos. Pero Madre decide no explicitar qué es lo que cada uno siente por el otro, jugar con la ambivalencia y la incomodidad de ver tal proximidad afectiva entre una mujer adulta y un chaval jovencísimo. Y esa incomodidad, esa indefinición, es algo que el espectador puede leer en los términos que desee.

"Mi personaje no sabe si lo que siente es amor maternal o romántico. No entiende nada y en realidad no necesita entender. Solo sabe que está mejor cuando está con Jean. Es una relación sanadora", reflexiona la actriz sobre su laureado papel.

Justamente esto último se convierte en una eficaz herramienta de diálogo con el espectador. Como todos los personajes secundarios de Madre, el espectador también juzga la relación que tienen Elena y Jean. Y extrae conclusiones sobre ella, en ocasiones precipitadamente. "Es lógico, porque necesitamos entender qué está pasando. Y resulta que cada uno lo entiende a su manera. Es una película que tiene que ver con hacer preguntas más que con contestarlas".

Del thriller al drama intimista

En Madre, Rodrigo Sorogoyen plantea un salto entre géneros dentro y fuera del cine. En parte porque el realizador madrileño nos tenía acostumbrados a sólidos thrillers como Que Dios nos perdone o El Reino, y en Madre propone algo alejado de aquello en forma y fondo. En parte, porque el corto con el que se inicia este filme también maneja otro tono: pasa de la tensión absoluta a la calma chicha de los 'diez años después'. 

"Siempre tuvimos claro que no queríamos hacer un thriller", cuenta Marta Nieto. "El paso de un registro al otro tiene que ver con que queríamos empezar con puñetazo en el estómago", sostiene, "pero el salto temporal nos permitió trabajar con un material distinto. No queríamos repetirnos: queríamos explorar el mundo interior de Elena".

Ponerse en la piel de una mujer que ha perdido a su hijo, y durante diez años ha vivido su ausencia en el mismo lugar en el que se le vio por última vez, ha sido lo más complejo de tratar según Nieto. "Esos diez años que no vemos en la película han sido el terreno de casi todo mi trabajo, porque tenía que llenar ese vacío y sentirlo", cuenta.

"He leído mucho y he hablado con personas que han vivido una desaparición. Entender cómo opera esa tensión y habitar esa ausencia ha sido difícil pero me ha ayudado a entender el estado de Elena", reflexiona la actriz. "Tienes que habitar ese estado confusión. La realidad es que el terror que significa una desaparición tiene que ver con gestionar lo que sientes, con haber sobrevivido a eso".

De dioses mitológicos a campesinos: cinco rutas variopintas para celebrar los 200 años del Museo del Prado

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El Museo Nacional del Prado, abrió sus puertas al público un 19 de noviembre de 1819. Por aquel entonces contaba con 311 pinturas, todas de autores españoles, colgadas en sus muros. Hoy cumple 200 años y en el mismo lugar, sus salas pasillos y recovecos, descansan 8.045 pinturas, 9.561 dibujos, 5.973 estampas y 34 matrices de estampación. También 971 esculturas, 1189 piezas de arte decorativo y 15.000 fotografías.

En el número 23 de la madrileña calle de Ruiz de Alarcón lo habitan Velázquez, el Greco, y Goya. También Murillo, Ribera y Zurbarán. Y, por supuesto, Tiziano, Rubens y El Bosco entre muchos otros nombres clave de la historia del arte. Es lo que ha provocado que, entre otras cosas, el Prado se convierta en una de las instituciones más importantes del mundo y una parada obligada tanto para visitantes de la capital como para residentes que lo ven prácticamente como una segunda casa. 

El año pasado, el museo recibió la visita de dos millones ochocientas mil personas, números que no se alcanzaban desde 2016, cuando la institución sobrepasó los tres millones de visitantes. Este año se espera superar esas cifras con un calendario centrado en el bicentenario, con una ambiciosa programación

Sin embargo, aunque también puede ser una forma de visita válida, es habitual que la primera vez que pasamos las puertas del museo terminemos deambulando por los pasillos sin tener un objetivo muy claro. ¿Por dónde empezamos? Aquí os proponemos cinco rutas temáticas válidas tanto para quienes se enfrentan por primera vez al museo como para quienes buscan redescubrirlo. 

1. Si queremos ver dioses mitológicos

No es un dato demasiado conocido pero sí relevante: Tiziano fue el primer pintor coleccionado por los monarcas españoles de los siglos XVI y XVII. Y sobre las obras de este se erigió la colección real. Algo que tuvo consecuencias decisivas para el coleccionismo y la propia evolución de la pintura española. Tiziano, junto con muchos otros coetáneos o no, retrató en múltiples ocasiones escenas de la mitología clásica como Ofrenda a Venus, primera colaboración de este en el camerino d'alabastroo, o La bacanal de los Andrios.

Pero además, la colección del Prado cuenta con más de seiscientas pinturas de esta temática. El mayor número de obras estas esta temática se encuentran en las salas 72 y 73 en las que encontramos esculturas de talleres romanos y helenísticos. Es destacable también la sala 79 por su profusión en las obras de Rubens como El rapto de Prosperina, Orfeo y Eurídice, Diana y sus ninfas cazando, o la brutal Saturno devorando a su hijo, que también cuenta con la célebre representación de Goya situada en la sala 67.

2. Si queremos ver santos

Muchos de los cuadros que vemos colgados en el Prado están relacionados en mayor o en menor medida con el pensamiento que reinaba en la época: el religioso. De hecho, gran parte de la producción de El Bosco está centrada en la reproducción (con sus habituales métodos grotescos) de los siete pecados capitales, como demuestra el majestuoso tríptico de El jardín de las delicias de la sala 56A.

A veces esta forma de plasmar la religión pasaba por pintar santos o vírgenes haciendo gala del significado social al que eran asociados. Es lo que se comprueba en parte de la producción de uno de los grandes maestros españoles del siglo XVII: José de Ribera. Solo basta un vistazo a la sala 8 del museo para recorrer una amplia galería de santos que van desde San Jerónimo, el encargado de traducir la Biblia al latín, hasta uno de los discípulos más importantes de Jesucristo: San Pedro.

3. Si queremos ver retratos

El retrato es quizá uno de los géneros pictórico más importantes, ya que históricamente ha servido para retratar a la clase adinerada que veía esta práctica como un símbolo de estatus. De hecho, fue algo que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XIX, cuando irrumpió la fotografía y democratizó el retrato (no sin levantar cierto rechazo del stablishment artístico de entonces).

En el Prado se puede diferenciar diversos tipos de retrato. Por un lado están los centrados en la realeza, la mayoría de ellos realizados entre el siglo XVIII y XIX. De todos ellos hay un claro protagonista: Felipe II, que fue retratado por artistas como Tiziano, Rubens e incluso por una mujer, algo que en aquella época se consideraba una rareza: Sofonisba Anguissola, que llegó a España en 1559 para servir como dama de la reina Isabel de Valois (1546-1568), tercera esposa de Felipe II.

Por otro lado, también podemos trazar otra ruta centrada en retratos de personas que no ostentaron un cargo público importante. Resulta curioso cómo Federico de Madrazo y Kuntz, autor del gran cuadro de La reina Isabel II y retratista oficial de la Corona, es también el responsable del mayor número de obras en este apartado (tras los autores anónimos). Así lo demuestra su pintura de Carolina Coronado (1855), una poeta extremeña que se dedicó los ideales liberales y románticos de la época entre los que se encontraban el feminismo.

4. Si queremos ver la realidad social

La sala A y la sala B del Museo del Prado son las más indicadas si lo que se quiere tener es una perspectiva de la realidad social de la época. A través de la pintura también se plasmaron tradiciones, a veces en forma de crítica y otras simplemente como espejo de lo que sucedía. Aquí el gran autor es Francisco de Goya, y no solo por las Pinturas Negras que pintó como decoración de la Quinta del Sordo.

El maestro zaragozano escapó de toda pauta académica para recrear a través de enérgicos brochazos aspectos como la locura, la vejez o la muerte. Son rasgos que, según él, definían a una España en retroceso que en lugar de abrazar la razón y el progreso, ideales propios de la Ilustración, se definía por el fervor hacia la Iglesia y por un contexto tan convulso como el de la guerra de la Independencia (1808 – 1814). Así se aprecia en su serie Condenados, presos y torturados por la Inquisición, que en la crueldad de las cárceles sufrida por todos los tachados como pecadores por la Iglesia.  

5. Si queremos ver desnudos

El desnudo es otro de los géneros artísticos por los que podemos centrar nuestro recorrido. El cuerpo humano ha sido a su vez el reflejo de los cánones estéticos y morales de la época, y esa era la razón por la que gran parte de los pintores se dedicaban a estudiar anatomía.

Es imposible hablar de desnudos sin mencionar al que fue uno de sus maestros más destacados: Pablo Pedro Rubens. Gran parte de sus obras se encuentran en la sala 79 y 29, donde se pueden contemplar desde el famosísimo cuadro de Las tres gracias hasta una versión de Saturno devorando a su hijo que es igual o más brutal que el del cuadro homónimo realizado por Goya.

Mark Cousins: "Las cineastas quieren algo muy simple: que se las trate como directoras y no como 'mujeres directoras'"

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Mark Cousins es a día de hoy uno de los divulgadores cinematográficos más conocidos y respetados del mundo. Su monumental The Story of Film: An Odyssey, serie documental que en España se puede ver en Filmin, ha sido y es una escuela audiovisual para cinéfilos. Un "semestre de estudios cinematográficos en 15 episodios", como lo definió The New York Times.

Este crítico, escritor y cineasta irlandés tiene tiene dos ensayos publicados en nuestro país: Historia del cine, lanzado por Blume, e Historia y arte de la mirada, por la editorial Pasado & Presente. Ambas lecturas densas se significan como una aproximación a determinadas artes universales de forma personalísima y, por eso mismo, contagian la pasión con la que están escritos.

Ahora Cousins estrena Women Make Film: A New Road Movie Through Cinema, serie documental que presentó en el Festival de Sevilla, y se podrá ver completa en la Cineteca de Madrid y en los Cines Méliès de Barcelona. Esta nueva obra le ha traído de gira por España, para hablar de cine hecho por mujeres, de historias silenciadas por quienes escriben la historia y, sobre todo, de qué es y cómo comprendemos el séptimo arte en nuestra sociedad contemporánea.

Ha pasado años evaluando e investigando la historia del cine. ¿Por qué nace ahora un Women Make Film? ¿Es hoy más necesaria?

Creo que es más oportuna que necesaria, porque en realidad siempre ha sido necesaria. Me refiero a que da igual que fuese en los 20, en los 40 o en los 80. Si hubiésemos tenido documentales y hubiésemos valorado el trabajo de las mujeres cineastas antes, hoy veríamos la historia del cine de otra forma radicalmente distinta. Podríamos haber cambiado la historia, hacerla mejor, de mirada más amplia y más inclusiva. Hoy, por supuesto, tendríamos más referentes femeninos en el cine.

Pero no lo hicimos y aquí estamos. Así que sí, un documental como este siempre ha sido necesario, desde que el cine es cine. El cine ha recorrido un mal camino durante años, un camino exclusivista y masculino. Hoy estamos ante una revolución que nos puede devolver al buen camino y este filme es parte de esa voluntad.

Tiene sentido dentro de un contexto histórico de hoy, viviendo una cuarta ola feminista que ha modificado la perspectiva de muchas artes. En el cine, el movimiento más sonado llegó tras el  #MeToo. ¿Cree que realmente han cambiado las cosas desde entonces?

¡Espero que sí! El #MeToo es un movimiento que nos habla de la sociedad, el poder y el abuso del hombre sobre la mujer. De violencia sexual y orden patriarcal. Es un cambio social masivo e internacional. Y el cine, que no es más que un espejo que refleja los cambios sociales, tiene que verse afectado como arte.

Si miramos la historia del cine en un manual al uso, es casi 100% masculina y norteamericana. Pero si ampliamos la mirada, la historia cambia. Si investigas te encuentras con realizadoras y talentos increíbles que ya han hecho muchísimo para que este arte avance. Si piensas en términos de lenguaje cinematográfico, la historia del cine es más optimista porque el lenguaje cinematográfico ha cambiado y ha evolucionado gracias a mujeres como la que llevas en la camiseta [el periodista lleva una camiseta de Cléo de 5 a 7, de Agnès Varda].

Digamos que la historia del cine que propongo en este documental es más optimista que la que podemos pensar a partir del #MeToo. El movimiento #MeToo tiene más que ver con un sufrimiento anidado durante años en el centro de una industria injusta y desigual. Pero Women Make Film no tiene que ver con ese sufrimiento, sino con una suerte de triunfo: el de aquellas mujeres que cambiaron el cine.

En The Story of Film su repaso a la historia del cine distaba de ser canónico, pero sí se abordaba, digamos, de forma cronológica y siguiendo un orden. Aquí has decidido abordarla en términos de lenguaje: qué es el cine, qué es la puesta en escena, cómo se construye un diálogo... ¿Por qué hacerlo así?

Porque, simplemente, Women Make Film me llega ahora, que he dirigido más películas y tengo un conocimiento mayor de determinados temas. Ahora soy 'más director' y 'menos teórico' que entonces, lo que hace que me interesen otros conceptos. The Story of Film intentaba plantar una bomba en el canon. Intentaba decirle a la gente: dejad de hablar solamente de cine nortamericano o francés cuando habláis de cine, por favor. La historia del cine es mucho más amplia, hay mucho talento en África, en India o en China. Era una forma convencional de ver las cosas de otra forma.

Women Make Film está más enfocada a la labor de rodar, crear, trabajar el lenguaje del cine. No es una colección de biografías, no es un repaso cronológico de los hechos. Tras conocer a muchísimas cineastas te das cuenta de que la mayoría solo reclaman algo extremadamente simple: "trátame como una directora", no como "mujer directora", no como "víctima", no como "representante de un momento social". Habla de mi cine. Habla de mi trabajo, de mis películas, de lo que hago. Y eso es lo que hago aquí, simplemente.

Es la aproximación más feminista al asunto, ¿no?

Voilà! La mejor forma en la que puedo ayudar al feminismo no es hablando de 'feminidad' en el cine. Dejemos de utilizar esas categorías y de limitar la imaginación de mujeres y hombres creadoras. No quiero seguir en la prisión que significa la masculinidad. Ni leer el cine en esos códigos.

Tenemos a Tilda Swinton, Jane Fonda, Debra Winger o Sharmila Tagore. Ellas son grandísimas feministas y son parte de este proyecto no porque digan "así hace cine una mujer". ¡Porque una mujer ha hecho y hace el cine cualquier tipo de cine! Por eso esto es un filme radical: no es indulgente en nada. Estoy harto de escuchar hablar de la 'feminidad' o 'masculinidad' en el cine.

Tilda Swinton, que se encarga de narrar los primeros episodios, dice que la industria del cine ha sido machista por norma. En ese sentido, ¿los divulgadores y los críticos de cine también han tenido una responsabilidad? ¿Han sido machistas por norma?

Por supuesto. Todos somos responsables. Los periodistas y los informadores de cine han sido indulgentes y paternalistas en muchos sentidos. Ven una película dirigida por una mujer y automáticamente ven o quieren ver lecturas sobre la 'feminidad' en esa película. Cuando la gente entrevista a Scorsese no le preguntan: ¿cómo es "ser hombre" dentro de esta industria? ¿Qué hay de tu concepción de la masculinidad en tu cine? ¿Se lo preguntan? ¡No! ¡Hablan de su cine! Pues cuando entrevistes a una mujer lo mejor que puedes hacer es preguntarle por su película, por sus planteamientos narrativos y estéticos, por sus hallazgos. Es tan simple como eso.

Es que si lo piensas no les estamos dando la libertad para hablar que tienen los hombres. Si en una rueda de prensa a un hombre le preguntas cómo ha planteado una escena, y a una mujer le preguntas por el #MeToo, estás limitando lo que ella es capaz de decir y los temas de los que es capaz de hablar. Por favor, seamos más libres y más imaginativos.

¿Cree que, como en la política, el cine se puede volver también conservador?

Es una cuestión compleja. No creo que el cine tenga una condición especialmente conservadora o especialmente progresista por naturaleza, creo que depende de condicionantes históricos.

Hay aspectos de la historia del cine que no tienen límites ni fronteras. Puedo ver las películas de Forugh Farrojzad y aprender algo sobre Irán, el cine de Kinuyo Tanaka y aprender algo sobre Japón, o ver algo de Kira Muratova y aprender sobre Ucrania.

Hay algo en el lenguaje del cine que es radical, internacionalista: nos otorga algo que tenemos en común todos los amantes del cine y que no nos pueden arrebatar. La gente que quiere construir muros en torno a sus naciones, a su sexualidad, a su género... ahora ya no puede controlar los medios. Antes era fácil controlar el discurso y el mensaje porque era muy caro y complicado hacer una película. Actualmente puedes hacer una película con tu teléfono móvil. Y eso asusta a algunos porque se dan cuenta de que el cine es, realmente, libertad. Y no pueden controlarla.

¿Cree que la emancipación del creador y de los medios y formatos del cine podrían haber vuelto más conservadora a la industria en términos de originalidad? Remakes, reboots, secuelas...

No, no lo creo. Es decir: si tú miras con esos ojos a la Fox o a Disney, es cierto que es una industria conservadora y derechista construida sobre los valores de la familia tradicional blanca. Pero es que a un nivel práctico Hollywood es una industria comercial capitalista y lo que quiere es... básicamente lo mismo que quiera la gente. Si la gente exige diversidad o tratamientos narrativos sobre las sexualidades no normativas, Hollywood irá a por ello y lo capitalizará. Eso es lo que hace el capitalismo: convertirlo todo en dinero.

¿La sociedad cambia y es más tolerante con la diversidad racial? Entonces ella se adapta y te hace películas y series en las que la diversidad es norma. ¿Eso significa que Hollywood es por naturaleza progresista y está abierta al cambio? No necesariamente. Hollywood siempre estará un paso por detrás de los tiempos, sean los tiempos que sean.

Ahora en Estados Unidos han sido los tiempos del Make American Great Again, tiempos de recuperar una 'época dorada'. ¿La nostalgia siempre es conservadora?

Sí, es un hecho. Pero es que además la nostalgia tiene capacidad de permear en la sociedad. La derecha tiene históricamente un imaginario que alude a naciones mitológicas del pasado, en las que hallan la respuesta a por qué son una comunidad diferente y especial. Y tienen grandes historias que respaldan esas tesis. En Norteamérica tienen a John Wayne, la conquista del oeste, el western... Pero en otras culturas existen mitos parecidos.

La mayoría de estas historias tienen que ver más con generar un relato. La izquierda, liberal o no, tiene menos poder en este sentido. No son tan buenas generando mitos de este tipo. En el pasado... piensa en los años treinta. Si piensas en los Nazis, es innegable que tuviesen un imaginario visual muy potente.

Hablando de mitologías: una de las mitologías más importantes del cine contemporáneo es, precisamente, el cine de superhéroes. Hoy voces como Scorsese o Coppola afirman que los superhéroes no son cine. ¿Qué opina usted? ¿Cree que es necesario seguir debatiendo qué es y qué no es cine?

¡Claro! André Bazin se lo preguntaba en los cincuenta. ¡Y ojalá sigamos debatiendo qué es el cine mucho tiempo! Yo coincido con Scorsese en la mayor parte de lo que sostiene en su texto.

Pero difiero cuando dice que el cine lo conducen personajes. ¿Es 2001 una película conducida por personajes? ¿Inland Empire de David Lynch? ¿Orfeo, de Jean Cocteau? ¿Los musicales de Busby Berkeley en los treinta? La respuesta a todas es no. Así que en esa parte de su argumento falla.

Pero estoy de acuerdo en que gran parte del blockbuster contemporáneo no arriesga en nada. En absolutamente nada. Pero no es algo que se limite al cine de superhéroes, porque Deadpool es divertida de una forma genuina y Spider-Man: un nuevo universo es fantástica y original.

En Historia y arte de la mirada, usted sostiene que "hoy en día muchas personas se sienten mejor comunicándose a través de imágenes que mediante el lenguaje". Vivimos en una sociedad rodeada de imágenes, ¿pero hemos aprendido a interpretarlas?

Es una cuestión complicada. Diría que vivimos el momento en el que más imágenes generamos de la historia de la humanidad. Convivimos con ellas. Tenemos más y más pantallas a nuestro alrededor las 24 horas del día. Pero también tenemos menos tiempo para procesarlas, para responder a las imágenes. No analizamos.

Pero si esto es algo malo o bueno, la verdad es que no lo sé. Como persona visual estoy muy feliz de vivir en una sociedad tan repleta de imágenes. Eso significa que existe más belleza, más lenguaje visual que nunca. Pero también estamos más expuestos a la manipulación. Creo que la contestación a tu pregunta es: no estamos invirtiendo tanto tiempo en una imagen como solíamos hacerlo y eso nos impide analizarlas en todas su complejidad y significado.

Hace unas semanas hubo revueltas en Catalunya, y muchas de las personas que se manifestaban en la calle también se tomaban selfies en plena protesta o junto a un contenedor en llamas. ¿Cree que no solo ha cambiado nuestra forma de ver, también de relacionarnos con las imágenes?

Hablemos de los selfies: se estima que se toman 50 millones de selfies en Instagram al día. Y ha habido un tiempo en el que la lectura habitual era que el selfie era una expresión de narcisismo, de la superficialidad de los seres humanos que quieren verse constantemente y en todos los entornos. Yo tengo otra opinión: creo que hoy en día resulta una experiencia tan extraña la de estar vivos y ser conscientes de nuestro lugar en el mundo que queremos evidencias de ello.

La mayor parte de los selfies son gente de fiesta, de vacaciones o emborrachándose con sus amigos. En otras palabras: es gente diciendo "aquí estoy, estoy vivo y estoy feliz". Y creo que en general es algo bueno. Y soy consciente de que una lectura burguesa y de izquierdas me dirá que es terrible y que no es más que una expresión del individualismo y narcisismo.

Pero adivina qué: la mayoría de imágenes creadas desde hace siglos estaban en manos de burgueses y clases altas. Eran quienes tenían el poder y los medios para generar y guardar imágenes. Ahora las clases trabajadoras de todo el mundo tienen la capacidad de crear imágenes mediante sus propios medios y, justo ahora... ¿es narcisista? Yo creo que es algo bueno.

'El Vecino': 15 años de superhéroes cotidianos que han marcado un antes y un después en el cómic español

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José Ramón prepara oposiciones, tiene muy poco tiempo para los demás y debe centrarse en lo suyo. Un día, de noche, escucha unos ruidos extraños cerca de su piso. Al otro lado del pasillo, su vecino tiene la puerta abierta y el escándalo que monta al llegar a las tantas perturba el silencio de su estudio. Así que decide entrar a ver qué ocurre. Lo que se encuentra es a su vecino vestido con traje de superhéroe, tirado en el sofá y con graves heridas. Su vecino es Titán, un célebre y poderoso superhéroe. Aunque también es Javier, un joven treintañero absolutamente perdido profesional y vitalmente.

El concepto era sencillo pero audaz: un cómic sobre superhéroes en los que la épica quedara siempre fuera de plano. En los que se abordase, por ejemplo, cómo sería el día a día de Superman yendo a trabajar al Daily Planet, calentándose el tupper que le había preparado Martha Kent o saliendo a tomar algo con sus compañeros. Porque además de salvar el mundo, algo tendrían que hacer las personas más poderosas del planeta.

Poco más de 15 años después de su nacimiento, El Vecino es un referente de la viñeta de nuestro país. No solo porque muy pronto tenga una adaptación en un gigante del VOD, sino también por haber visto crecer a sus autores, mientras su historieta ganaba en complejidad y ambición. Hoy, la publicación de un recopilatorio de con viñetas casi desaparecidas y otras inéditas -El Vecino: Historias-, además de la llegada de un tomo -bautizado como El Vecino:Origen- que une los tres primeros álbumes de Titán, revalidan su vigencia.

Tres lustros conviviendo con un superhéroe

En 2004, Santiago García y Pepo Pérez dieron vida a los personajes de José Ramón y Javier con la primera entrega de sus desventuras cotidianas, bajo el amparo de Astiberri. El Vecino 1  era una aproximación que no se limitaba a presentar y construir las bases de la amistad que vertebraría la trama. Jugueteaba con un humor costumbrista lleno de guiños para el entendido y el profano, al tiempo que desarrollaba algunos asuntos más reflexivos: el hastío generacional, la crisis de madurez derivada del peterpanismo vital...

Santiago García describe la serie en Origen, que se publicará el 28 de noviembre: "Una de las claves del éxito de Spider-Man ha sido siempre el énfasis en la vida privada de Peter Parker. Era un ingrediente que aderezaba las aventuras del trepamuros con un nuevo matiz de actualidad, pero en última instancia Spider-Man seguía teniendo como propuesta principal las batallas entre coloridos personajes superpoderosos", reflexiona.

"Lo que queríamos hacer Pepo y yo era suprimir completamente ese elemento. Nunca veríamos a nuestro superhéroe ejerciendo de superhéroe. Solo lo veríamos cuando fuera una persona normal".

Por aquel entonces, Santiago García había escrito en publicaciones especializadas como U, o Volumen, amén de ganarse la vida como traductor y crítico. Escribir el guion de El Vecino fue el primer paso en una senda profesional que le ha llevado a encargarse de las adaptaciones a la viñeta de La Tempestad de Shakespeare -debut en el dibujo de Javier Peinado-, El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde de Stevenson con Javier Olivares o Beowulf  con David Rubín.

Pepo Pérez, por su parte, llevaba años colaborando con Rockdelux como ilustrador y escribiendo sobre tebeos en varias publicaciones. Había coincidido con García en U y Volumen. El Vecino era, en cierta medida, su obra más ambiciosa y regular.

En 2007, El Vecino 2 se significó como un paso adelante para ambos a nivel formal y narrativo. Lo que había empezado como una vuelta de tuerca a los tropos de un género manido, pronto se convirtió en el entarimado adecuado para representar otra cosa distinta.

El cuidado por el desarrollo psicológico de unos personajes cada vez más complejos y contradictorios -y por tanto más humanos-, conducía a un volúmen mucho menos piadoso. Una exploración turbia de la depresión y la incomunicación tratada con aparente sencillez pero con un dominio del lenguaje probado.

El tercer volumen -publicado en 2009- optaba por las dos tintas. Abandonaba el color tras, curiosamente, haber abundado en las posibilidades del negro en su anterior aventura. José Ramón y Javier, alias Titán, afrontaban etapas distintas cada uno con su pareja, así que el cómic abordaba las dificultades de compartir la vida cuando aún desconoces si existe un proyecto vital para ti.

El único elemento de color en El Vecino 3 era el traje rojo del superhéroe protagonista, pero aquello no era un detalle menor. Titán aparecía en contadísimas ocasiones y en su mayoría no para representar al hombre con poderes increíbles, sino para esconder a un adulto con pocas virtudes y muchos miedos.

Tras aquello, Santiago García siguió trabajando en historias originales como la brillante serie ¡García! dibujada por Luis Bustos o la alabadísima Las Meninas, Premio Nacional de Cómic en 2015, realizada junto a Olivares.

Amén de compaginar su obra de guionista de cómics con la de ensayista, que cuenta con La novela gráfica, obra de referencia dentro del mundillo y premio a la divulgación en el salón de Barcelona de 2011, y con Cómics senacionales, publicado en 2015. Su conocimiento y el de Pérez, adquirido a lo largo de estos años, un proceso de aprendizaje que va hasta las raíces del lenguaje del cómic, se puede leer en su última publicación.

Historias de vecinos: un artefacto experimental

En abril de 2007 nació El Manglar, una publicación especializada, lanzada por la editorial Dibbuks que dirigían Ricardo Esteban y Manuel Bartual. Y entre mayo de aquel mismo año y junio de 2010, Pepo Pérez y Santiago García publicaron diez historias cortas relacionadas con El Vecino en dicha cabecera. Ahora la editorial Astiberri las reúne por primera vez juntas y suma unas cuantas más inéditas en El Vecino: Historias.

Estas cápsulas narrativas abordan el universo creativo propuesto hasta entonces desde una óptica radicalmente distinta. Juegan con el lenguaje y la arquitectura de la página, ahondan en la psicología de personajes secundarios, proponen juegos metaficcionales y amplian la historia con muchos más superhéroes sin abandonar el costumbrismo inicial. Un compendio de voluntades que resulta en una especie de biblia de lo que convendríamos en llamar 'Universo Vecinal'.

"Pepo y yo las utilizamos como banco de pruebas", confiesa Santiago García en un texto de análisis que acompaña la reciente publicación. "Prácticamente no hay ninguna [historia] que no nos tomáramos como un desafío formal, o como un ejercicio de estilo. Queríamos contar nuestra historia y desarrollar a nuestros personajes, pero también queríamos probar cosas nuevas, explorar recursos, tensar la gramática del cómic".

"No exagera cuando afirma que estas historias fueron un banco de pruebas", afirma el dibujante Pepo Pérez . "Así las planteamos desde buen comienzo, y en cada historieta, Santiago me retaba con un nuevo experimento".

En total, la nueva entrega de El Vecino cuenta con dieciséis historietas, a cada cual más osada y mejor. Algunas de ellas, afrontando temáticas de carácter político y social, otras ahondando en el concepto 'superhéroe' y sus implicaciones filosóficas. Todas, eso sí, asimiladas como un interesantísimo ejercicio de las posibilidades de la materia prima original. 

La serie que prepara Netflix dirigida por Nacho Vigalondo y protagonizada por Quim Gutiérrez y Clara Lago, inaugurará la 57 Edición del Festival Internacional de Cine de Gijón, que se celebrará del 15 al 23 de noviembre. Y se podrá ver en la plataforma de streaming el 31 de diciembre. Mientras, la reedición de los tres primeros álbumes y esta aproxmación al 'Universo Vecinal' no hacen más que corroborar que estamos ante una de las obras más interesantes que el noveno arte ha dado a luz en nuestro país. Al menos en el último lustro. Veremos si ocurre lo mismo con la adaptación.

Manuel Vilas: "La crisis nos devolvió al mundo obrero, que es tradicionalmente poco lector"

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Antes que escritor de novelas de éxito, Manuel Vilas era poeta. Nacido en Barbastro en 1962, sus poemarios El Cielo (2000) y Resurrección (2005), -XV Premio Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma- se cuentan entre las publicaciones más buscadas por los amantes del verso en España.

Además, ha publicado libros de relatos y ensayos como La región intermedia (1999) o Zeta (2002), y acaba de lanzar el pasquín de 62 páginas llamado Nueva teoría de la urbanidad (2019), un breve pero mordaz ideario sobre la convivencia en sociedades modernas, sin dejar de colaborar en periódicos como el ABC, El País o el Heraldo de Aragón, amén de varias revistas literarias.

Con Ordesa (2018), que lleva más de 60.000 ejemplares vendidos -unos números solo reservados para autores superventas como Juan Gómez-Jurado-, Vilas entró el año pasado en el diminuto podio de los literatos más leídos y respetados de nuestro país. Alegría supone una vuelta de tuerca al estilo narrativo que le hizo figurar en el mapa. Narra la historia de un escritor que se encuentra promocionando su última novela mientras reflexiona sobre la relación que tuvo con sus padres, ya fallecidos, e intenta no cometer los mismos errores con su hijo, que trabaja de repartidor 'rider' pero es feliz, a su manera.

Alegría supone una especie de secuela de Ordesa, en el sentido de que ambas parecen tener la misma voz literaria, el mismo protagonista y el mismo discurso de fondo. Solo que la finalista del Premio Planeta sucede después. ¿Como dialogan ambas novelas?

Bueno, es una novela independiente a Ordesa. Ahora bien, si la has leído pues tienes un panorama más completo del mismo personaje. Esa es la relación. Yo estoy escribiendo un tríptico autobiográfico. Se inicia en Ordesa, continua en Alegría y probablemente la tercera, también tendrá que ver con eso. Solo que intento escribir novelas independientes. Lo que sí es verdad es que Alegría es una novela que nace mientras iba haciendo la promoción de Ordesa por muchas ciudades. Hubo un hecho muy emocionante, que a mí me conmocionó, que fue conocer algunas personas que habían leído Ordesa y la llevaban subrayada porque habían conocido a mi padre. 

Entonces pensé en la segunda parte del Quijote. En donde los personajes que aparecen han leído la primera parte. Aquello actuó de motor para que yo escribiera Alegría. Es una novela de sentimientos en la que hay más serenidad que en Ordesa, pero que continúa un proyecto autobiográfico.

La conexión la establece el propio narrador de Alegría, ¿no? Es decir que él, como usted, acaba de vivir un éxito literario por un libro que versa sobre sus padres.

Pero el protagonista no concibe ningún texto literario. Él está obsesionado. A ver, a él lo único que le pasa es que ha escrito un libro sobre sus padres, pero el éxito del libro le da igual.

La literatura nunca tiene éxito. La literatura nace del fracaso. El éxito es una condición social de algunos escritores, en donde sus nombres son conocidos o venden muchos libros, etcétera, etcétera. Pero quien elige la literatura elige siempre el fracaso, por una sencilla razón: porque la literatura habla de la muerte, un tema fundamental de los libros, que se significa siempre como el fracaso último.

Esto hay que decirlo porque la idea del escritor de éxito... La figura pública del escritor de éxito es cierta, pero el escritor en sí mismo, el señor de carne y hueso que escribe libros... Kafka, por ejemplo, son el fracaso hecho virtud. Proust escribe porque está loco, porque el pasado se marcha. Kafka está loco porque no entiende lo que está pasando. El ejemplo más alto de la literatura es el fracaso.

Ahora que menciona a Proust y su diálogo con el pasado, Alegría también es un diálogo con sus padres, con su historia personal. ¿Escribir, para usted, es poder hablar con su pasado?

Es una exploración de eso. Hay también una fascinación porque claro, el recuerdo de mis padres siempre es una cosa de la que hablo mucho desde la condición huérfano. De alguien que ha perdido algo muy importante y está buscando en las cenizas, intentando recuperar algo.

¡Es Proust! Lo que a mí me pasa es lo que les ha pasado a centenares de escritores antes: entiendo que la literatura es una herramienta de recuperación del pasado a través de la palabra. Es una cosa histórica de la literatura que Proust la elevó a categoría moderna cuando hizo En busca del tiempo perdido, pero que estaba también en otros autores, sigue vigente y va a seguir vigente, porque realmente la literatura es una posible salvación del tiempo ido.

En Alegría, los personajes que rodean al narrador -su madre, padre e hijo-, se llaman Wagner, Bach y Vivaldi respectivamente. ¿Por qué son todos compositores célebres?

Tiene que ver con mi clase social, pues vengo de la clase media baja. Para mí, la literatura es un ejercicio de redención de las clases sociales más desfavorecidas. Así que a través de la imaginación, convierto a mi familia en ilustres de la música. Es como una especie de delirio poético que tiene que ver con el origen humilde de mi familia. 

En mi novela, personas que fueron humildes y llevaron vidas humildes se llaman como grandes compositores de la historia de la música. Puedes convertir a tu padre en Johann Sebastian Bach y a tu madre en Richard Wagner. Hay que hacerlo con pericia claro, con talento literario, pero la literatura te deja hacerlo. En mi libro pude decirles a mis seres queridos: os voy a redimir, os vais a llamar como gente que ha traído belleza a este mundo. Como vosotros trajisteis belleza a mi mundo.

Su protagonista, que cada vez se diferencia menos de usted, está obsesionado con el silencio. Se cambia de habitaciones de hotel constantemente, busca la quietud. ¿Cree que este es posible en sociedades urbanas contemporáneas?

El silencio es una obsesión en el narrador. El silencio es como una especie de purificación, tiene un sentido simbólico. No es tanto el ruido como que las personas buscan un momento de tranquilidad. En Kafka y en Proust había una obsesión similar. Es una obsesión física, porque no hay manera de encontrar silencio. En el futuro todo será ruido.

En ese sentido, este narrador dialoga con otra obra suya que no es Ordesa. Hablo de Nueva teoría de la urbanidad. En ambos prevalece esa reflexión sobre una sociedad en la que no existe espacio para la reflexión, el silencio.

Efectivamente, es muy difícil que en la vida de una persona moderna existan esos espacios. Tenemos vidas estresadas y la gente está todo el día muy estresada intentando conquistar un sueño. Yo digo que cuando se hable de favorecer los espacios de cultura y lectura, primero habrá que desestresar a la gente. Un señor o una señora que llega después de una jornada maratoniana de trabajo, le dices que se tiene que leer Guerra y paz y es imposible, claro.

Para poder leer Guerra y paz, para poder leer Crimen y castigo, o Don Quijote de la Mancha, necesitas espacios de tranquilidad. No se puede... no se le puede pedir a un ciudadano que está completamente estresado, que se está intentando salir adelante en su trabajo y en su vida, que encima sea una persona culta. Tienes que tener tiempo para dedicar a la cultura, y tiene que haber una cierta serenidad en la vida de una persona para que cojas y te leas un libro de quinientas páginas. Si estás estresado no puedes leer una novela así, con mucho te lees cuatro cosas en Internet.

Pero esto es una obviedad de la que la gente no sé cómo no se da cuenta. No puedes cultivarte si estás estresado, y la gente lo está siempre. Y está violentada. España es un país que ha perdido la cordialidad, está todo el mundo enfadado, hay crispación en todas partes. No hay dinero, los trabajos están mal pagados... Y en un clima así, tú le dices a alguien que se lea Guerra y Paz, que le cambiará la vida, y es lógico que no pueda.

¿Y qué cree que podemos hacer al respecto? ¿Cómo generar esos espacios para la cultura y la lectura?

Lo primero es pensar que son necesarios. ¡Porque ni siquiera nos damos cuenta de esto! Tiene que haber una política que debe pensar que existe un ocio y una cultura a la que los ciudadanos tienen derecho. Y en general esto en nuestro modelo político y social es algo complicado.

¿Cree que en la España de hoy se contempla el ocio como un derecho?

No, en absoluto. Para nada. Eso también tiene que ver con cómo nos ha cambiado la crisis económica. La crisis devolvió a nuestra clase media a su constitución de clase obrera. Hemos vuelto al mundo obrero, que es tradicionalmente poco lector. Era la clase media la que podía gozar de tiempo para el ocio y la lectura. Y proletalizar la clase media significa también descabalgarla de la cultura.

En Nueva teoría de la urbanidad, también reflexionaba sobre la condición de ciudadano anónimo o célebre, y la tensión que existe entre ambos porque cada uno aspira a lo que tiene el contrario. ¿Ha operado algún cambio en su vida en este sentido tras quedar finalista en el Planeta?

El mundo de los escritores... con este premio pues sí, notas que suenas más, que sales en medios. Pero incluso yo qué sé: Vargas Llosa no es Leo Messi. Me refiero a que dentro del mundo de la cultura existe la popularidad, pero siempre es una popularidad moderada que no tiene nada que ver con ser una estrella de Hollywood, o del mundo del deporte o de lo mediático en general. No somos Rosalía [ríe].

En este sentido, hablaba usted también en este libro sobre la falta de apreciación social de la inteligencia como problema actual. ¿Cree que en nuestro país se aprecia y se valora socialmente la inteligencia?

Yo creo que poco, sinceramente. Aquí no se leen muchos libros. Y luego además a los escritores se les ha perseguido, Montoro los persiguió con aquella perversión de que no se podían jubilar. Es una falta de respeto total a la literatura y la escritura. El Premio Planeta, por ejemplo, siempre se dice ¡cuánto dinero! ¿Cuánto dinero? ¡Pero si cualquier directivo de una gran empresa gana eso todos los años! ¡Y este premio a ti te ocurre una vez en la vida!

Ahí notas que no hay una idea respetable de la cultura. Es mucho más respetable el mundo de la empresa o de los negocios. Ahí sí que veo que hay que cambiar mucho. Porque si un señor o una señora que se dedica a la cultura no puede ganarse la vida de esto, pues se dedicará a otra cosa. Y abandonará la cultura. Pero seguimos con que la cultura es entusiasmo. Pues si debe ser entusiasmo, la haré los fines de semana o en mi tiempo libre. Pero entonces será cultura de tiempo libre. Si quieres cultura profesional, que haya un sector cultura potente para que se genere cultura en tu país, pues tendrá que haber profesionales de la cultura, ¿no? Y las personas que se dedican a esto tendrán que cobrar, ¿no?

Si no generas una cultura profesional no tendrás profesionales de la cultura, es evidente. En un sistema capitalista existe la profesionalización o la invisibilización. Y no hay más. Esto es dos y dos son cuatro. ¡Pero sin embargo hay políticos que no lo entienden! Si no se puede vivir de la cultura, pues no habrá cultura. Es evidente. Y si no profesionalizamos la literatura, si no podemos vivir de ella, pues probablemente tampoco podremos generar profesionales de muchos ámbitos de la cultura. Y un país sin cultura es un país subdesarrollado.


'La vida invisible de Eurídice Gusmão', enérgico melodrama sobre la sororidad en el Brasil del siglo XX

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Guida y Eurídice son y han sido siempre uña y carne. Hermanas en una familia de clase baja de panaderos, se han definido juntas ante una sociedad -el Brasil de los años 50-, muy poco amable con las mujeres de su condición.

Eurídice quiere ser pianista y conseguir una beca para estudiar en Viena. Guida se ha enamorado de un soldado griego llamado Yorgos y se escabulle por la ventana de su habitación al caer la noche, para acudir a su encuentro. Ambas han compartido confidencias, vivencias y despertares. Entienden la vida juntas, sin más.

Pero cuando Guida escape de casa para vivir su romance adolescente, y vuelva poco después embarazada, su padre la echará de casa y la dará por muerta. Eurídice se pasará la vida buscando a su hermana.

Con La vida invisible de Eurídice Gusmão, el realizador brasileño Karim Aïnouz consolida su estilo, para ofrecer una vuelta a los orígenes del melodrama clásico mediada por una sensibilidad visual plenamente moderna. Adaptando con probada inteligencia emocional la novela homónima de Martha Batalha.

Melodrama de mirada innovadora

Como otros muchos realizadores y realizadoras, las inquietudes artísticas de Karim Aïnouz van más allá del cine. Terminó haciendo películas tras haber estudiado arquitectura en Brasil y en Nueva York, haberse pasado a Bellas Artes e intentado ganarse la vida con la pintura y la fotografía. También tras probar con el arte visual con cortometrajes como Paixao Nacional y O Preso, y siendo artista residente de New York Film Video Arts y del Centro Banff de las Artes de Canadá.

Su documental Seams se paseó por festivales de todo el mundo, y pronto pasó a ser ayudante de dirección de realizadores como Todd Haynes. Madame Satã fue un arriesgado salto al largo de ficción cuyo estilo se asentó en El cielo de Suely y sobre todo Praia do Futuro, película que le consagró como una de las miradas brasileñas más particulares del momento. Un drama sobre la homosexualidad de radical apuesta formal y estética.

En La vida invisible de Eurídice Gusmão, Karim Aïnouz firma su película más accesible y clásica en lo aparente. Un melodrama que abarca décadas de historia brasileña, y que plasma cambios sociales y políticos en el cuerpo y la vida de dos mujeres oprimidas por una sociedad tan tradicional como machista.

Pero si bien la película ganadora de la sección Un certain regard del pasado Cannes asume su naturaleza de melodrama, lo hace desde un prisma absolutamente contemporáneo en términos estéticos y narrativos. Pone el acento en los sentimientos y el patetismo de las vidas de estas dos hermanas, pero alejándose del formato de la historia original en su vocación de novela río, y construyendo una obra independiente que mantiene el espíritu del best seller de Martha Batalha.

La vida invisible de Eurídice Gusmão se fragmenta eficientemente para repartir el peso dramático y el desarrollo emocional de Guida y Eurídice. Mientras los pertinentes giros de guion foletinescos dialogan los unos con los otros. Lo que acontece en la vida de una de las hermanas -en una capa de la narración-, afecta al devenir de la otra sin llegar jamás a tocarse ni influenciar el relato de forma evidente. Y mientras todo ocurre, Aïnouz carga la narración de momentos líricos, henchida cuando no de escenas musicales de una belleza manifiesta.

Vivir con la ausencia

A lo largo de las generosas más de dos horas de su metraje, Aïnouz aprovecha sobradamente los momentos muertos, que se significan en años de cotidiano silencio en las vidas de sus dos protagonistas, para liberarse en lo formal. Para experimentar e ir un paso más allá de lo que se espera de un melodrama al uso.

Es entonces cuando luce el maravilloso trabajo de Hélène Louvart, responsable entre otras de la fotografía saturada y siempre en tensión con lo narrado de Lazzaro Feliz, la gran y olvidada película que Alice Rohrwacher estrenó el año pasado.

Todo sin por ello dejar de resultar creíble: el drama de estas dos hermanas recurre en ocasiones al subrayado, pero siempre es verosímil y se acerca al espectador desde la verdad de las interpretaciones de Fernanda Montenegro y Carol Duarte.

Aïnouz, además, asume una mirada limpia para acercarse a una historia netamente feminista. Las historias de Guido y Eurídice son las de muchas mujeres del Brasil del siglo pasado -esperemos que hoy la cosa haya cambiado-, en lucha constante contra la invisibilización de sus voluntades, y contra una violencia sistemática ejercida sobre ellas por el hecho de ser mujeres.

Guido debe enfrentarse a ser madre soltera, al tiempo que intenta subsistir sin terminar en la calle. Trabaja en una fábrica en la que se la trata con suspicacia por ser mujer, y solo encuentra asilo sentimental y material en los brazos de una mujer mayor racializada que, como ella, se ha enfrentado al patriarcado con los escasos recursos con los que contaba. Mientras Eurídice se ahoga en un matrimonio en el que el marido se opone a su realización personal: su marido la ama como ama de casa, no como pianista ni como mujer emancipada. Una fricción constante que no termina de estallar.

Con todo, lo más interesante de La vida invisible de Eurídice Gusmão es, precisamente, lo que no se ve de forma patente. Fernanda Montenegro y Carol Duarte trabajan excelentemente un desarrollo psicológico atado a la ausencia. En la separación, en la privación de afectos jamás correspondidos entre la una y la otra, ambas actrices redimen una historia no por más ordinaria menos hermosa.

El Gran Wyoming: "Vox es una escisión del Partido Popular, no una invasión de paracaidistas"

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El Gran Wyoming nació en una pequeña alcoba de doce metros cuadrados, en una casa humilde de una familia humilde del madrileño barrio de Prosperidad. Allí pasó gran parte de su vida, desde los turbulentos 50 y 60, a la explosión de oportunidades y libertad que significaron, para él y otros muchos, los 70.

Tras haber repasado su infancia en ¡De rodillas, Monzón!, este médico, presentador y uno de los rostros más conocidos de la televisión en España, se propone repasar lo que significó su juventud en La furia y los colores (Planeta), su nuevo libro.

José Miguel Monzón tenía veinte años cuando murió Franco. Estudiaba en la universidad y se iba de Interrail mientras el hombre llegaba a la Luna, se hablaba de amor libre y el rock & roll sonaba en todas partes. "Toda una sucesión de pasos adelante que nos sumergían en un estado de euforia", afirma.

Fueron años de liberación sexual y cultural, pero también de la Transición. "Un tiempo fascinante digno de ser vivido y que nos ha traído hasta aquí", sostiene. "Atónitos contemplamos, los que fuimos jóvenes entonces, el discurso de los que, sin disimulo, ahora quieren recorrer aquel camino en sentido inverso, cuando creíamos que era de una sola dirección".

Han pasado tres años desde que publicó ¡De rodillas, Monzón!, su anterior libro autobiográfico. Con este aborda su juventud al tiempo que reflexiona sobre la Transición. ¿Es un libro más político y urgente que el anterior?

En realidad, la idea era hacer uno en continuidad. Es decir, que no es autobiográfico, sino que es la biografía de un colectivo. No me interesa tanto mis "hechos y hazañas", como lo que pasaba alrededor. Es, más que nada, contar la vida conmigo como testigo. Esa es la idea. La España de los setenta, como yo la vi, rodeado de quienes yo viví aquello.

Narrando esos 70, La furia y los colores, reflexiona también sobre nuestra sociedad actual. Dice que hoy nos enfrentamos a una ultraderecha que se ha hartado de disimular y se ha quitado la careta. ¿Cree que en nuestro país los menos demócratas también llevan disfraz de demócrata?

¡Lo llevan puesto desde hace mucho! Ahora lo que pasa es que hay un grupo en el que un sector de la población se ve más reflejado, y se nota. Pero ese grupo siempre ha estado: en el espectro político, Vox es una escisión del Partido Popular. No es una invasión de paracaidistas que han caído del cielo.

Al repetir las elecciones y superar los 50 diputados, Vox ahora puede presentar recursos ante el Tribunal Constitucional contra cualquier ley. Uno de sus objetivos es derogar la Ley de Memoria Histórica. En su libro afirma que la Transición no trajo consigo una reconciliación en estos términos. ¿Es posible hoy esa reconciliación?

No, no es posible porque nunca se ha querido tal cosa. Nunca ha habido reconciliación. Hubo un pacto de no agresión. Pero nada más. Ahí siguen los muertos en las cunetas. Y nos dicen "eso no hay que removerlo". Así que se puede remover la Guerra de la Independencia, pero esto no porque lo llaman "reabrir heridas". Es decir, que para alguna gente, normalizar la situación es reabrir una herida.

Es que nadie tiene problemas, qué sé yo, para decir "mire, aquí hay dos falangistas enterrados asesinados por anarquistas". Pues muy bien, se les desentierra y se les entrega a sus familias. ¿Cuál es el problema? Pues que al revés no es posible ni viable.

Es más, durante mucho tiempo, si uno iba por el campo y encontraba restos humanos, automáticamente eso se cerraba hasta que venía un juez de guardia y levantaba un acta para averiguar de dónde procedían los restos. Y si eran de la Guerra Civil, se quitaba el cierre y se marchaban. Si eran restos anteriores o posteriores, o era un crimen sin resolver, entonces sí tomaban cartas en el asunto. Llegamos hasta este nivel de absurdo.

La furia y los colores también es una reflexión sobre de la cultura de los setenta y la Movida. En Cómo acabar con la contracultura, Jordi Costa sostenía que el PSOE desarmó la reivindicación de la Movida al institucionalizarla. ¿Coincide con esta lectura?

Creo que sí, que algo de eso hubo a través de centros culturales que estaban en barrios y sitios donde prácticamente no se sabía qué hacían. Ahí hubo un afán de controlar las cosas. Yo lo viví muy en primera persona porque soy del barrio de la Prosperidad en Madrid. Y allí había un antiguo edificio que se llamaba Academia Nacional de Mandos José Antonio, donde estudiaban los profesores de gimnasia durante la época de Franco.

Ese edificio se quedó vacío, como otros muchos que había del movimiento. Y entonces se hizo un centro cultural espontáneo que se llamó el Ateneo de la Prospe. Había grupos de música, de fotografía, de teatro, de títeres. Se convirtió en un espacio para la gente de la tercera edad, había comedor... En fin, fue una cosa asombrosa. Había 83 grupos diferentes de actividades para todos los públicos.

Pues bien, esto cuando ganó el PSOE, se cerró. Además, tenían de alcalde a Tierno Galván, que era un hombre muy carismático y muy querido. Es decir, a la sombra de Tierno Galván se podía hacer lo que quisieran, que nadie iba a protestar pensando que la alternativa era peor. El Ateneo de la Prospe lo cerró el Ayuntamiento del PSOE, que entró allí como elefante en cacharrería. Todo porque estaba fuera de su control. Nada más. El poder siempre quiere tener el control de todas las cosas. 

Hace escasos días, de hecho, la Policía desalojó el centro social autogestionado La Ingobernable de Madrid. Era un espacio como el que comenta, con muchas actividades culturales. ¿Cree que estos espacios tienen cada vez más difícil la existencia?

Pues depende de la voluntad de la autoridad competente. En este caso, la intransigencia del actual equipo de gobierno definitivamente estaba por aniquilar este tipo de cosas. Hablo del Ayuntamiento de Madrid: hemos visto lo que ha pasado ahí. Ahora nos dicen que esto era una cosa de "señores jetas que habían okupado el edificio".

Lo que no cuentan es que Ana Botella se lo había regalado a unos coleguillas 75 años a cambio del mantenimiento. Es como si te dicen a ti: "te dejo una casa 75 años a cambio de que la limpies". Pero sin alquiler. ¡Es una cosa alucinante! Era un regalo por la cara a unos colegas. Un caso de corrupción más de los... ¿cuántos? Yo estoy aburrido ya de contarlos, porque llevo 14 años en un programa que estamos todo el día denunciando esta basura.

Mientras, le quitaron la protección al edificio y estaban listos para demolerlo. Esta es la actividad que tenían prevista estos señores para la Ingobernable. Prefieren que esté en ruinas antes que alguien esté haciendo allí cualquier tipo de actividad.

En ese sentido, ¿cree que este tipo de políticas cambiarán si existe un pacto de gobierno progresista en nuestro país?

Nuestro país es muy extraño. O sea es un país muy cainita en el sentido del poder. Yo, por ejemplo, tengo un hijo que está en Alemania. Y en Hamburgo este tipo de centros existen con total normalidad y llegan a un pacto con la autoridad competente. La condición es que se hagan unas revisiones periódicas para que se vea que allí no se esté haciendo ninguna actividad ilegal y que el mantenimiento más o menos cumpla un mínimo garante, y ya está. Pero eso pasa allí gobierne la derecha, gobierne la izquierda o gobierne el centro.

Aquí el rollo de destruir la obra del anterior está siempre presente. Quiero decir que cualquier paso que da uno en una dirección, cuatro años después viene otro para revocarlo. Es terrible. Y dentro de esta forma de actuar hay grados de intransigencia. Creo que el actual equipo es el top de lo que la intransigencia puede llegar a dar. Teóricamente deberían mirar por todos, por los que les votan y por los que no.

El pacto se produjo dos días después de las elecciones. Antes de eso, Pedro Sánchez sostenía que no podría dormir presidiendo un Gobierno con Podemos. Hablando de la Transición usted escribe que "el compromiso y la palabra no funciona como aval en esta España democrática". ¿Ha cambiado algo en todos estos años?

Bueno... en principio no. La palabra pierde completamente el valor porque uno puede decir lo que quiera en campaña y luego incumplirlo. De hecho, recuerdo cuando Convergènca dijo que iba a someter su programa electoral ante notario para exigir legalmente el estricto cumplimiento de lo que prometían en campaña [Documento firmado en 2006 que contenía 21 propuestas electorales].

Bueno, pues todo el espectro político alrededor les atacó. Es decir, que esa iniciativa de obligarse a cumplir lo prometido en campaña era un mal ejemplo y sentaba un precedente que los otros partidos no querían. Porque, efectivamente, de lo que se promete en campaña a lo que se hace después hay un abismo. Es más, muchísimas veces se hace exactamente lo contrario. Así que no: la palabra en política no tiene ningún valor y esto está asumido ya por la ciudadanía. No sé muy bien por qué razón. 

La corrupción también se ha asumido y esto es exclusivo de este país, pues en el resto de Europa no ocurre. Nosotros con el programa salimos mucho a la calle, preguntamos a la gente por casos concretos. Les decimos: "Pues este señor ha robado", y cualquier ciudadano te contesta: "Sí, pero todos roban".

La opción decente sería decir: "Yo creo en su inocencia y, a pesar de que le han condenado, le voto". Eso es una opción decente guiada por convicciones. Pero ¿votar a alguien a sabiendas de que es un ladrón? ¡Eso es algo exclusivo de España! En otros sitios el corrupto se va a la calle. No esperan un segundo y además lo pagan caro. Aquí la justicia es muy, muy benevolente con la corrupción. Las penas son ridículas y, por supuesto, nadie devuelve lo que ha robado.

Si los jueces se emplearan con la corrupción como se emplean, por ejemplo, con el tema de la independencia, aquí no habría habido corrupción nunca. Pero en cambio lo que hay es una corrupción extendida por todo el país en todos los ámbitos. Y es porque la justicia no ha tomado cartas el asunto. Pero también aquí tendríamos que entrar en las consideraciones de quién nombra a los jueces y dónde los pone. 

Tras el acuerdo PSOE - Unidas Podemos había una sensación ambivalente en las izquierdas. Por una parte abunda el disgusto por haber tenido que repetir elecciones y haber permitido la subida de la ultraderecha. Por otra, la esperanza en lo que un Gobierno progresista puede llegar a significar para el país. ¿Cómo lo ve usted?

Bueno, es muy complicado. Y lo que está ocurriendo tras el acuerdo explica muy bien por qué no se hizo antes: porque es prácticamente inviable. La CEOE, los empresarios de este país, se han manifestado en contra. La Conferencia Episcopal se ha manifestado en contra también. Todo el emporio mediático, prácticamente en su totalidad, se manifiesta en contra también salvo contadas excepciones... Es decir, que es un pacto que se vende como legítimo, mientras te bombardean con que es inviable.

Y bueno, ya si escuchamos a grandes figuras del socialismo del pasado como Felipe González o Alfonso Guerra, prácticamente lo venden como inconstitucional y antidemocrático. Me parece que esta gente ha perdido completamente la cabeza y el respeto a sus propios militantes. Porque claro, imagínate los que se han criado creyendo en lo que decían estas personas. Ahora se encuentra con unos personajes...

Recuerdo que Manuel Vázquez Montalbán, que estuvo en el Partido Comunista, cuando era mayor le preguntaron: "¿Y usted por qué sigue militando todavía el Partido Comunista?". Y él dijo: "Pues por respeto al militante de base. Porque hay mucha gente que ha creído en lo que yo he dicho toda mi vida. Ahora no les voy a contar una milonga".

Pues esto en el PSOE también se lo podrían aplicar, pero claro, esto es un nivel de decencia que esta gente, desde luego, no tiene. Porque tú imagínate la gente que se haya hecho socialista educada por las consignas y la ideología que les contaban estos señores. ¿Qué pensarán ahora? Claro, de alguna manera, les han enseñado a hacer una oposición vehemente contra Aznar, pero resulta que están dando charlitas por ahí, pasándoselo estupendo, sentaditos rodeados de altos cargos del Partido Popular. ¿Qué pensará la gente a la que ellos han enseñado a luchar políticamente contra esto? Se encontrarán bastante perdidos, como mínimo.

Seis pesadillas de ayer y de hoy en las que El Roto dialoga con el oscuro imaginario de Goya

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En estricta vertical: así ha hecho coincidir y dialogar el Museo del Prado dos exposiciones diferentes pero con mucho en común. En la planta baja del Edificio de los Jerónimos se encuentra Goya. Dibujos. Solo la voluntad me sobra, exposición inaugurada el día del aniversario de los 200 años del museo. Una antología que reúne por primera vez más de trescientos de los dibujos del artista de Fuendetodos, procedentes de las propias colecciones del Prado y otras públicas y privadas de todo el mundo.

Y justo dos plantas más arriba, en el Claustro de los Jerónimos, se encuentra El Roto. No se puede mirar, colección de ilustraciones realizadas por Andrés Rábago, más conocido como El Roto, desde 2017 e inspiradas por la obra de Goya. Una exposición que se completa con la publicación del nuevo libro del artista madrileño, lanzado por Reservoir Books, que sirve de catálogo de la misma y se completa con varias estampas inéditas.

Casualidad o no, ambas exposiciones conversan de forma grata, ahondando en la naturaleza interrogante de las obras de Goya sobre los tiempos que le tocaron vivir. Exactamente lo mismo que El Roto hace en sus viñetas y su obra, con espíritu crítico e irónico, y con firme voluntad de denuncia.

"En ambos creadores nos encontramos con temas íntimamente ligados al comportamiento y la condición humana, sobre todo sus miserias", escribe José Manuel Matilla, jefe de Conservación de Dibujos y Estampas del Prado, en El Roto. No se puede mirar.

"El control ideológico que los poderosos ejercen sobre el pueblo, el borreguismo de las multitudes, la ignorancia como raíz de todos los males, la violencia consustancial al macho -sí, al macho, no a la mujer- en sus diferentes formas y el sometimiento en las relaciones de pareja", son los temas en los que se abunda, según Matilla. Rescatamos algunas estampas de la exposición, que se podrá ver hasta el 16 de febrero.

Autorretrato / Goya

El Roto. No se puede mirar, nace como un proyecto allá por el año 2017. Andrés Rábago había recibido la propuesta de realizar una serie de dibujos que tuviesen alguna relación con el Museo del Prado. Y estuvo trabajando en ello un tiempo sin encontrar un hilo conductor claro, sin poder discernir un discurso unificador.

"A punto de cerrar el cuaderno de notas y las visitas semanales [al museo]", cuenta el ilustrador en el libro homónimo publicado por Reservoir Books, "di con las salas de Goya y me vi envuelto en el torbellino de su ya antiguo y poderoso influjo".

La imagen de la derecha es la visión particular que El Roto infiere de Francisco de Goya y Lucientes. La de la izquierda es un retrato perteneciente a la serie de los célebres Caprichos. Se trata de una colección de 80 estampas que Goya empezó a vender en 1799, uno de los momentos de mayor auge de su carrera.

Había sido nombrado primer pintor de cámara y se había ganado cierta fama como retratista. Y se acababa de inaugurar la ermita de San Antonio de la Florida en la que había pintado un grandioso conjunto pictórico que aún se puede visitar hoy. Así que aprovechó el momento para publicitar la venta de las ochenta estampas. Hoy, la serie de los Caprichos es una de las más célebres del artista.

Quien lo creyera! / Lleva su sombra

"El trabajo realizado únicamente pretende ser un modesto y sentido homenaje a aquel admirable y generoso investigador del alma humana", confiesa El Roto en su libro.

Lo cierto es que las estampas de No se puede mirar, a su modo, también auscultan el sentir del ser humano contemporáneo. Goya se preocupó siempre, hasta su fallecimiento en 1828, por intentar captar el sinsentido, el dolor y el temor de las personas de su tiempo y de toda condición.

En la imagen de la derecha, El Roto retrata a una persona que carga a su sombra, atada a él como un peso muerto. A la izquierda vemos la representación de dos brujas ahogándose -como el anónimo protagonista de la viñeta de Rábago-, que Goya pintó entre 1797 y 1799. Corresponde al grupo temático de "fortuna y muerte" y ambas se están disputando su rivalidad en el arte maléfico.

Las resultas / Moribundo entregando su alma

Jugando con la rima en la composición y con figuras metafóricas semejantes, Goya y El Roto parecen apuntar en estas dos imágenes hacia un mismo discurso. Según la descripción que facilita el Museo del Prado, la interpretación que más consenso genera de Las resultas de Goya -aguafuerte pintado entre 1814 y 1815-, la situaría como crítica al absolutismo que supuso el regreso a España de Fernando VII. 

Con esta estampa, Goya volvía sobre el estilo que había trabajado en la serie de los Caprichos, utilizando un lenguaje pictórico de tono alegórico que se convertiría en una constante más tarde con los Disparates y las Pinturas Negras. Como respuesta a la crítica planteada por el artista de Fuendetodos, El Roto imagina un muerto que, como el sistema absolutista, a su fallecimiento exhala un fantasma. Nada puro puede salir de un alma corrupta. 

El sueño de la razón produce monstruos / Habladurías

El sueño de la razón produce monstruos  es una de las estampas más célebres de Goya. Su influencia llega hasta nuestros días y, de hecho, sigue inspirando a artistas como los que rastrearon la influencia de Goya en el arte contemporáneo en el Centro Cultural de la Villa hasta hace escasos días. Con ella el artista inició un trabajo discursivo que le llevó, durante años, a expresar gráficamente una de sus mayores preocupaciones: la ignorancia.

El imaginario goyesco abunda en estampas que critican las supersticiones, todavía muy extendidas entre el pueblo a finales del siglo XVIII. Para el artista, el desconocimiento y la incultura eran herramientas de control de la ciudadanía por parte del poder y de los estamentos religiosos. La estampa ofrece un mundo de pesadilla en el que la razón no produce verdad, solo monstruos.

En Habladurías, El Roto investiga el mismo discurso, apoyando su estampa sobre una razón hecha verbo. La palabra es la que se convierte en monstruos a su parecer, ampliando así la crítica goyesca al rumor y el cotilleo, tan presentes en el siglo XVIII como en el XXI.

Saturno / Saturno devorando salchichas

Una de las imágenes más poderosas y brutales de la historia del arte, y uno de los cuadros más célebres del conjunto de catorce escenas que forman las llamadas Pinturas Negras.

Se conocen con ese nombre por la abundancia de pigmentos oscuros y composiciones truculentas. Las Pinturas Negras decoraron en su momento dos habitaciones de la Quinta del Sordo, casa de campo a las afueras de Madrid adquirida por Goya en 1819. Se pintaron directamente sobre la pared seca, no al fresco, y se pueden ver en la sala 67 del Museo del Prado.

El Saturno de la izquierda, pintura también conocida como Saturno devorando a un hijo -así figuró en el catálogo del Prado en 1900-, es una aproximación goyesca a la enajenación y la locura como sentimiento humano -y humanizador, pues humaniza a una deidad como Cronos/Saturno-, así como el poder total como fuerza corruptora. Pero lo que parece proponer El Roto en la imagen de la derecha es una vuelta de tuerca satírica del original. En lugar de comerse a un vástago -en la mitologíalo hacía por miedo a que le destronasen-, vemos a un dios mucho más orondo comiéndose unas salchichas.

Duelo a garrotazos / Sin título

Otra de las estampas célebres del pintor, que también decoraba la Quinta del Sordo. Antes de conocerse por el nombre actual se llamó Dos forasteros, bautizada por el pintor Antonio Brugada, y más tarde como Dos boyeros, debido a la influencia del escritor francés Charles Yriarte, que así se refería a ella. Y hasta 1900 no se la conoció por el nombre actual.

Duelo a garrotazos ha pasado a la historia, entre muchas interpretaciones fundadas en la expresividad de la violencia, como la representación quintaesencial de la naturaleza cainita hispana. Joaquín Ruíz-Giménez la describía como "un claro mensaje contra la guerra" en el programa Mirar un cuadro de RTVE, por su condición histórica. Con su particular reinterpretación, El Roto parece estar en consonancia con la lectura sobre la naturaleza cainita que se ha derivado de la obra.

En la obra original, pintada entre 1820 y 1823, Goya atrapa el sentir crispado del momento: la sublevación de Riego había puesto en jaque el poder de Fernando VII. Duelo a garrotazos captaba el enfrentamiento entre partidarios de la revolución y los leales a la corona, o lo que es lo mismo: el pueblo llano enfrentado entre sí. Fernando VII siguió en el poder hasta 1833, pero Rafael de Riego fue arrastrado, ahorcado y luego decapitado en la plaza de la Cebada de Madrid en 1823.

Una historia de represión: 'La balada del norte' aborda las consecuencias de la Revolución de Asturias del 34

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Se calcula que unos 5.000 mineros perdieron la vida en Asturias entre 1889 y 1995. Al menos en decesos y accidentes que estén documentados. La cifra real podría ser superior. Pues bien: en 1934, en Asturias, esa situación se había vuelto insostenible. La vida cotizaba demasiado a la baja. El valor de perecer, sepultado por rocas o ahogado, era cada vez más insignificante en la cuenca minera. Así que con poco que perder, los mineros iniciaron un movimiento huelguístico secundado por los grandes sindicatos, que les llevó hasta Oviedo.

Ocurrió que en la capital asturiana, la protesta tomó un cariz imparable y estalló la Revolución de Asturias. Ardió el teatro Campoamor, saltó por los aires la Cámara Santa de la Catedral. Quienes aún recuerdan y quienes escucharon a quienes recordaban, siguen debatiendo quien fue el responsable del primer disparo: militares o mineros.

"Preveo que, en esto como en todo, la opinión española se dividirá en dos bandos igualmente irreconciliables", escribía Manuel Chaves Nogales en el imprescindible ensayo Tres periodistas en la revolución de Asturias, "el de los que afirmarán que la población minera de Asturias lanzada al movimiento es una horda de caníbales y el de los que sostendrán que todo fue un juego de inocentes criaturas o, a lo sumo, de cabezas alocadas y sin responsabilidad".

En la trinchera entre unos y otros, el dibujante Alfonso Zapico ha construido La balada del norte. Ambiciosa tetralogía de tebeos que narra los avatares históricos que vivió la sociedad asturiana del siglo XX. Y que ahora, con la publicación de un tercer tomo de casi trescientas páginas de viñetas, ahonda en uno de los aspectos más desconocidos y turbios de la revolución asturiana: la represión y la tortura que sufrió la comunidad minera tras los acontecimientos de aquel mes de octubre de 1934.

Una revolución en gris hollín

En 2015, Alfonso Zapico se embarcó en lo que que se iba a convertir en su proyecto más largo y ambicioso. Nacido en Blimea en 1981, este historietista e ilustrador venía de ganar el Premio Nacional del Cómic en 2012 con Dublinés, una biografía de James Joyce publicada por Astiberri. Un trabajo ampliado posteriormente con La ruta Joyce y que le situaría como uno de los dibujantes españoles más destacados de su generación.

Desde entonces ha publicado El otro mar, sobre el explorador Vasco Núñez de Balboa, Zubigileak, una larga e interesantísima conversación entre Eduardo Madina y Fermín Muguruza, y Los niños de humo junto con Aitana Castaño, sobre la herencia cultural de la minería en la infancia. Y mientras hacía todo eso, ha mantenido viva una serie de extensos tebeos con la que pretendía narrar los hechos del 34. 

"La primera idea que tuve cabía en un libro", cuenta Zapico a eldiario.es. "Al dibujarlo vi que serían dos", y se suponía que culminaría como trilogía, pero a la publicación del tercer tomo, reconoce que ahora no puede dejar La balada del norte: "La historia ha ido creciendo según la dibujaba, porque he necesitado muchas viñetas y aún me quedaré corto".

La historia en el primer tomo publicado en 2015, empezaba en el Madrid de 1933. La Segunda República vivía un momento de profunda convulsión. Un periodista de familia rica llamado Tristán Valdivia abandonaba la ciudad para acercarse a Asturias, donde el movimiento obrero luchaba por mejorar su inhumana situación. Allí conocía y se enamoraba de Isolina, la hija de Apolonio, líder minero plenamente implicado en una revolución a punto de estallar.

Dos años después, la segunda entrega de La balada del norte se metía de lleno en la revolución, con un rigor histórico no reñido con los novelescos avatares del amor imposible entre Tristán e Isolina. Aunque también ampliaba el alcance temático de la génesis con un ambicioso ejercicio narrativo, casi dickensiano, que venía a retratar ecuánimemente una lucha de clases eterna que en el 34 prendió como la pólvora en la cuenca minera. 

Ahora, la nueva entrega rastrea el sangriento final de la revolución de Asturias del 34, en un tono continuista en lo narrativo. Tampoco varía el estilo pictórico, que sigue llenando las páginas de un gris tan particular como propio de la cultura minera. Con todo y con eso, en el tomo tercero, Zapico decide darle alas a su afán expresivo en lo formal. De tal manera que la revuelta, sin abandonar el rigor, se vuelve más libre en lo gráfico que nunca.

"Es una narración muy cinematográfica en el sentido de que los acontecimientos se aceleran y eclosionan según nos acercamos al final", cuenta Zapico. "No es mi estilo ni me pega mucho esta forma de narrar, pero no quería renunciar al ritmo que le dan a la historia este tipo de escenas. En el cómic, como en todo, hay que probar y probarse".

De lucha de clases e historias invisibilizadas

Cuatro años y mil páginas de historia después, La balada del norte se presenta como un ambicioso fresco sociopolítico de nuestro pasado reciente como país, con ecos constantes resonando en el presente. En el personaje de Tristán vemos una burguesía bienintencionada pero despegada de los problemas de una mayoría social que le es ajena. En el de Apolonio, una clase trabajadora tan sufrida y tan luchadora que resulta prejuiciosa y conservadora en lo moral.

"No sé si Apolonio y Tristán representan a 'las dos Españas', porque aunque son muy arquetípicos de su clase, en el fondo son personajes muy complejos y contradictorios, están –y se sienten fuera de lugar, a pesar de todo", explica Zapico. "Las dos, tres o cuatro Españas de hoy están condenadas a entenderse, si no quieren repetir el modelo fallido y brutal de los años 30".

Todo, sin olvidar prestar atención a los flecos históricos escasamente estudiados y representados en la ficción. El tercer tomo de La balada del norte centra su desarrollo dramático en la represión que los mineros sufrieron una vez sofocada la revuelta con mano de hierro.

También en la corrupción de las altas esferas militares, la impunidad de sus crímenes, o la invisibilización de la lucha de la mujer minera en el entorno proletario. El personaje de Isolina, sin ir más lejos, representa la mujer minera y republicana que sufrió por partida doble la represión: por su condición social y de género.

"En el 34, en el 36, en el 39 y aún después…", reflexiona el dibujante, "la figura de la mujer en la sociedad minera es la gran paradoja del movimiento obrero: las mujeres estaban presentes en primera línea del trabajo y del hogar, en las reivindicaciones políticas, en las huelgas y las cárceles. Pero en los carteles de propaganda el minero con la dinamita ocupa mucho espacio y tapa todo lo demás".

El político, antiguo corresponsal de guerra y escritor Javier Nart va más allá. En el epílogo que acompaña este libro afirma que La balada del norte, y su visión de la revolución del 34, "debería hacernos meditar sobre la patología cainita que aún hoy afecta a nuestra sociedad".

"No sé si hay alguna patología de ese tipo que afecte a los españoles y ante la que estén inmunizados –por ejemplo los franceses o los polacos", sostiene en cambio el ganador del Premio Nacional del Cómic en 2012. "Pero sí es verdad que el lenguaje de hoy se parece mucho al de los años 30, y con él llega la división de la sociedad en bloques, la cerrazón ante las opiniones ajenas, el odio. Éstos sí son síntomas inquietantes de una vieja enfermedad".

Una que sige azotando a una España en el que la división y la crispación es norma. Y en el que obras como La balada del norte se significan como formas de comprender  e interpretar una memoria histórica que a muchos les resulta incómodo recordar.

'Puñales por la espalda': las vergüenzas de la sociedad norteamericana convertidas en un Cluedo

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Hace un par de años, Jordan Peele se servía de los códigos del terror para configurar una sátira sobre las tensiones raciales existente de la recién inaugurada era Trump en Déjame salir. Este mismo 2019 repetía la jugada con Nosotros  y en ambas obras una simple casa no solo se significaba como emplazamiento material de la acción, sino como una institución política depositaria de desigualdades perpetuas.

También este 2019, el realizador surcoreano Bong Joon-ho ha firmado su mejor película para ratificar una tesis política que venía defendiendo en toda su obra. Ganando, de paso, el premio gordo de Cannes. Curiosamente, Parásitos también representa tensiones, esta vez entre clases sociales, sin salir de una mansión. Es, de hecho, una elegante estampa sobre la arquitectura de la desigualdad.

Ahora, esta conversación da la bienvenida a un nuevo interlocutor, el más hilarante. Rian Johnson convoca en Puñales por la espalda a los representantes de una casta social puramente norteamericana para hacerles debatir sobre política migratoria, racismo y clasismo. Y todo sin salir de una mansión de aire victoriano en la que se ha producido un asesinato. 

Un Cluedo moderno y mordaz

La noche de su 85 aniversario, el famosísimo escritor de novelas de misterio Harlan Thrombey -interpretado por Christopher Plummer- aparece degollado en su habitación. Durante la jornada su familia al completo estaba en la casa, así que el culpable debe ser, necesariamente, uno de ellos.

Sin embargo, resulta ser que todos los sospechosos parecen tener una coartada sólida. Así que para discernir quién miente, si es que no lo hacen todos, entra en juego el reputado detective Benoit Blanc -al que da vida un sublime Daniel Craig-. Su investigación le llevará a destapar más de un trapo sucio: algo huele a podrido en la impoluta familia Thrombey.

Rian Johnson no es un realizador precisamente sutil, ni lo ha sido nunca. Tras subvertir el lenguaje del neo-noir en Brick, las normas de una película de atracos con Los hermanos Bloom, jugársela con la ciencia ficción en la irregular pero fascinante Looper, y con firmar la más herética de las entregas de la saga Star Wars, ahora prueba a jugar con el whodunit clásico. 

Puñales por la espalda se nos muestra desde el minuto uno como clara deudora de las historias protagonizadas por Hércules Poirot que escribiese Agatha Christie. Acepta la influencia de la escritora británica tanto como la de Conan Doyle, Daphne du Maurier o Anthony E. Pratt, inventor del popular juego de mesa Cluedo. Y hace chanza de ello. Enmendando la plana a realizadores tan conservadores en lo cinematográfico como Kenneth Branagh, que pronto estrenará Muerte en el Nilosecuela de un Asesinato en el Orient Express más bien olvidable.

Como en sus películas anteriores, en esta ocasión rendir tributo no está reñido con romper las sagradas escrituras. Rian Johnson se sabe inteligente pecador, de los que acude a misa para burlarse de la sotana del párroco sin por ello dejar de creer en Dios.

Y con Puñales por la espalda subvierte las normas del misterio clásico, obviando en cuanto puede las fórmulas narrativas clásicas y despejando algunas de las incógnitas más importantes en el primer acto del filme. Lo hace para aprovechar los recursos del subgénero en favor de su principal interés: ofrecer una comedia negra deslumbrante, que no es más que un fresco de una alta alcurnia muy americana y mucho americana.

El cadáver del sueño americano

La totalidad de la familia Thrombey cree firmemente en el sueño americano. De hecho, creen haber construido sus fortunas sobre los valores que de él se derivan: han tomado las riendas de su vida, se han atrevido a emprender y han fundado editoriales, compañías de cosméticos, asesorías y demás fanfarria empresarial. 

Pero cuando sobreviene la muerte del pater familias, se revela una gran verdad: todos construyeron su patrimonio sobre otro precedente. Todos dependían de la digna hacienda de quien sí trabajó, de ese escritor de novelas que hizo fortuna hilando misterios. Los hijos y los nietos de Harlan Thrombey nacieron con privilegios y han prosperado debido a ellos.

Puñales por la espalda no tiene miedo en quitarse la careta de thriller cómico para mostrarse como sátira social. Y de hecho es sumamente inteligente planteando debates de cariz político y social, pues los aborda a través de un humor que desarma reservas ideológicas.

En una escena brillante, dos miembros de la familia Thrombey discuten sobre la política migratoria de Trump. Uno de ellos, ferviente defensor del actual presidente de Estados Unidos, sostiene que si una persona migrante alcanza la tierra prometida para trabajar en algo digno y legal, él no tendría problemas en darle los papeles. Y pone como ejemplo a la enfermera que cuidaba al muerto: el personaje interpretado por Ana de Armas. Pero que en cambio, la triste realidad -como si de un vocero de Vox se tratase-, es que la mayoría de inmigrantes llegan a Estados Unidos a vivir de ayudas y delinquir. 

En torno a esta discusión y a este personaje, Rian Johnson construye un discurso que milita en el descontento carácter progresista, parodiando el cabreo conservador. Y se preocupa por cuestionar todos y cada uno de los discursos reaccionarios de su tiempo y de su país. Desmintiendo lugares comunes y ofreciendo una brillante diatriba que deja al descubierto el racismo y el clasismo inherente al sueño americano.

Así, Puñales por la espalda encierra en la mansión del Cluedo un misterio por resolver, al tiempo que encapsula un debate vivo en la sociedad norteamericana. A quien, por supuesto, gusta de retratar como contradictoria, embustera, hipócrita y por todo ello, divertidísima.

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